Mientras que en otras latitudes las expresiones culturales y artísticas son valoradas y esperadas como agua de mayo, ocupando un papel protagónico dentro de los medios de comunicación, en los países centroamericanos las secciones culturales son cada vez más reducidas, escuetas y suelen mezclar cultura con entretenimiento; e incluso, con crónica social y farándula. Por lo demás, la información que la mayoría de medios ofrece es, en gran medida, para llenar los espacios.
En líneas generales, hay una carencia de periodismo cultural, con lo que no quiero decir que no existan profesionales que se dediquen a esta área y que, casi en solitario, terminan escribiendo o cubriendo eventos culturales locales que no tienen mayor trascendencia puesto que ni son ampliamente conocidos en la región ni el público en general se interesa mucho por ellos y termina arrinconándolos en el baúl del olvido.
Es obvio que este ninguneo y desinterés por las artes y la cultura responde, en gran medida, a nuestros débiles sistemas económicos, en los que los asuntos culturales en realidad tienen un papel demasiado secundario en países donde apremian necesidades elementales.
Hasta aquí nada nuevo entre el cielo y la tierra, sin embargo llama la atención el despliegue periodístico que se esgrime ante los eventos deportivos, los espectáculos destinados a grandes masas y los temas de farándula internacional, que, si bien es cierto que son parte de la cultura general —tan dignos de tener un espacio como cualquier otro fenómeno cultural—, constituyen el único referente cultural de una sociedad en la mayoría de medios de comunicación.
Claro que los medios no son ni instituciones asistenciales y mucho menos agentes educativos de cambio social ―de hecho, ya ni siquiera son formadores de opinión pública―, sino negocios que se venden al mejor postor pero que todavía deben manejar un lenguaje políticamente correcto y un discurso ennoblecedor y desinteresado hacia la cultura.
En realidad, los medios ya tienen su agenda hecha porque, desde su visión empresarial —la cual comparten con otros empresarios locales, para quienes las expresiones culturales no tienen la mínima importancia—, solo se promueve lo que vende, lo que llama masas. En un mundo así, el academicismo, el arte y las expresiones populares ―cuando estas no son utilizadas como una postal turística― terminan siendo como el turrón que adorna el pastel y pasan completamente inadvertidas.
Lo que da pena es que en esa visión maquilera de producir información en realidad no importa tanto ni siquiera la preparación de periodistas. Es por eso que en televisión ―por poner un ejemplo―, donde se hace más notable el periodismo a viva voz, es fácil adivinar que la formación universitaria brilla por su ausencia.
Ante esas carencias, mucho más difícil es pretender un periodismo cultural especializado que impulse cualitativamente la divulgación de las artes. Al final, las comunicaciones también son producto de una visión empresarial que atraviesa todo el planeta y las expresiones culturales en nuestros países seguirán condenadas al subdesarrollo, casi inexistentes.
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