El Quijote y la teatralidad


LeoEn los tiempos que corren es difícil encontrar una puesta en escena que trate de recuperar el carácter lúdico y la esencia de la acción, principalmente si se trata de montar un clásico y no digamos adaptarlo de la narrativa al teatro. Por lo general, los artistas se acercan al texto con reverencia y circunspección para terminar de mostrarnos un trabajo magnánimo pero frío como témpano y tan distanciado del público de hoy al que va dirigido.

Como si los autores clásicos fueran severos jueces sentados en sus vetustas sillas y convertidos en dioses olímpicos, talvez nos cuesta imaginar que es precisamente el sentido del humor lo que los ha llevado al pedestal de la inmortalidad. Porque una cosa es decir cosas profundas con gentileza y gallardía, y otra, decir estas mismas cosas con un sentido del humor con el que nos sintamos próximos y en familia.

Don Quijote de La Mancha es la puesta en escena que nos ocupa comentar en estas líneas y que estuvo bajo la dirección de René Estuardo Galdámez en el Teatro Manuel Galich de la Universidad Popular de la ciudad de Guatemala, con la compañía de teatro de esa institución.

Más allá de la antonimia del idealismo y el realismo, vemos en el Quijote de Galdámez una necesidad de experimentar y exprimirle el jugo de la expresividad a los recursos técnicos de uso común en el teatro: escaleras, andamios, cuñas, cabezas elipsoidales y demás artilugios de tramoya con los cuales va construyendo el universo rebosante de imaginación que solo el teatro puede ofrecer. Con estos elementos, Galdámez no solo consigue crear composiciones visuales interesantes, sino que nos mete de lleno en el juego escénico y en el mundo de los personajes que, obviamente, están jugando a hacer teatro. Dicho en otras palabras, el director y sus personajes no pretenden sumergirnos en la virtualidad aristotélica, sino más bien nos van recordando de manera constante que lo que hacen es un juego teatral. En este punto, el plano de la realidad y el plano de la ficción interactúan dinámicamente hasta quedar fundidos.

Más allá de una cuestión de estilo, la alternancia de estos planos pareciera tener una funcionalidad dentro del discurso escénico que rompe con la visión clásica que se tiene del Quijote. Para darnos a entender mejor, en esta puesta en escena no destacan las fuerzas contrapuestas del idealismo (simbolizado en don Quijote) y el realismo (encarnado por Sancho Panza); es decir, no hay una distinción conflictiva entre uno y otro. Aunque el poder de elocuencia de Alonso Quijano en la novela clásica es capaz de impregnar de idealismo la cabeza de su imberbe escudero —de modo que siempre vemos a un Sancho cuestionador, aunque siempre embaucado de manera inocente—, en esta propuesta escénica Sancho parece una extensión del universo de su amo. Esto no significa que el montaje deje a un lado la clásica contradicción entre realismo e idealismo, sino más bien que esta antinomia se desplaza hacia los dos planos: el de la realidad teatral, que representa la fuerza del realismo, y el de la ficción, que hace su contraparte idealista. Es la fusión de ambos planos la que nos da la síntesis maravillosa de la puesta en escena.

Mención aparte merece la caracterización de los personajes, que exploran el mundo de la caricatura para hacerse teatrales sin caer en excesos. En el plano ideal de la ficción son hiperbólicos, mientras que en el plano real del teatro mantienen sus rasgos cotidianos. Con este contraste pareciera que Galdámez nos quiere presentar un universo ficcional deformado pero muy expresivo que corresponda al idealismo quijotesco; además de una realidad prosaica que corresponda al mundo actual, donde los valores e ideales se han perdido.

Especialmente llama la atención el esmero con que se caracterizó al protagonista, Alonso de Quijano. David Veliz, un actor que, a pesar de su juventud, supo darnos la caricatura del caballero de la triste figura, con todos sus matices y aristas: el idealista, el enloquecido, el aventurero, pero también el tierno anciano capaz de conmovernos con una mirada alucinada, con su sonrisa entristecida, con su encorvado caminar que supo llevarnos a la esencia del personaje. Visto en su armadura hecha de portadas de libros y con su lanza de atril sobre su corcel rocinante improvisado, más parece un lienzo de Octavio Ocampo o una escultura cervantina prolija y rebosante de Carlos Terrés.

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