Infancia a pedazos


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalLos hechos de infancia son como pergaminos borrosos en su doble función: los hechos como fueron (¿será posible que se conserven intactos?) y los hechos como son representados (¿será posible deformarlos para hacernos sentir peor?). Escuché alguna vez a un médico decir que no sería posible almacenar todos los malos recuerdos porque el cerebro colapsaría y, por consecuencia lógica, acabaríamos tirados en las callejuelas sin poder dar un paso hacia delante.

Hay pedazos de la niñez que son un lienzo mudo. Gritos secos, lagunas empantanadas con muchas circunstancias inexplicables. En mi caso crecí en una finca de café durante mis primeros años. Recuerdo los árboles de mandarina, los cafetales, los conejos, los árboles de manzana-rosa, los perros, los lagartos que tenía mi papá en una pequeña estructura redonda de cemento. Recuerdo que vivía en una zona fría, montañosa y que no tenía muchos vecinos cerca, por no decir ninguno.

Y así pasaron los años. Crecí con el recuerdo de una hermana que había fallecido a los ocho meses de nacida por unas fallas congénitas en el corazón. Eso era difícil de procesar y para lidiar con el misterio y las razones raras por las que ese ser no existiría más en nuestra casa abría la mesa de noche de mi mamá en la puertita de abajo, cuando nadie me veía y sacaba el retrato de mi hermana, el cual desenvolvía porque estaba cubierto con pañuelo de seda. En silencio veía por rato a mi hermana, un ser tan pequeño con ojos color uva, profundos y chispeantes. En su honor, o para mitigar el dolor de su partida, mi mamá utilizó el nombre compuesto que había escogido para ella y llamó así a sus dos hijas: a mi hermana mayor y a mí.

Mi hermano siempre recibió atención especial porque tuvo varios padecimientos desde la infancia. Muchas veces, durante un día habitual, mis papás tenían que correr al hospital con él.

No sé si por mi rareza o por el excesivo registro que me permitía mi lóbulo frontal que desde muy pequeña tuve miedo a la muerte y ansiedad exacerbada. Fui una ansiosa silenciosa que desde muy pequeña desarrolló una personalidad atada a esa condición. Supongo que todo ayudó a convertirme en una hipocondriaca declarada, con dificultades para vivir y disfrutar plenamente.

Con el tiempo desarrollé herramientas para sobrevivir y soportar el peso de mis condiciones. Nunca dejé de esforzarme por salir adelante a pesar del miedo constante, los ataques de pánico y esa crueldad social que no respetaba o trataba de manera digna a quienes sufríamos trastornos mentales, viéndonos como si fuera más una cuestión de holgazanería y de poca voluntad de nuestra parte para afrontar el futuro.

Supongo que la terapia, el psicoanálisis, la escritura, los amigos, las amigas, los desiertos, la soledad, las luchas internas, el agotamiento, las dudas, la disciplina, la risa, el humor negro, el chocolate, el vino, la cerveza, mi marido, mis hijos, mis hermanos, mis personas cercanas y mis propios pies me han ayudado a vencer mis monstruos y a seguir luchando día a día por no sucumbir ante el miedo que se apodera de las entrañas. En todo mi recorrido he podido ser inmensamente feliz y alguna vez escribí algo que probablemente me ayudó y me diseñó un camino: «Esas que se han muerto se han dejado los miedos».

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