Más allá del realismo mágico en el imaginario del artista colombiano Fernando Botero, más allá de los archivos con la evolución plástica del pintor, puedo imaginar por qué escogió la Toscana como uno de sus puntos de residencia. Es Pietrasanta el lugar donde Fernando Botero colocó sus pinceles. Caminemos entonces, hasta la iglesia de la Misericordia localizada en la antigua vía Mazzini, donde el pintor incrustó «La puerta del paraíso» y «La puerta del infierno», frescos que realizó en 1993 empleando la técnica utilizada por los modelos del Renacimiento.
La modernidad latinoamericana, en la buena teoría, tendría que terminar con la absurda división entre bellas artes y artesanía para dar cabida a la fusión del arte plástico con mayor peso dentro de la cultura universal. Sin duda, una mirada inquisidora eurocentrista dejaría al mundo plástico latinoamericano rezagado históricamente, siendo unos pocos los convocados a la lista de los elegidos en la historia del arte. Así, como es usual, la crítica sería capaz de invisibilizar lo visible.
Fernando Botero vivió su propio viacrucis para ubicarse en un lugar de privilegio en las artes plásticas universales.
Las conexiones en la identidad cultural latinoamericana se muestran a la vuelta de la esquina: Botero estudió la obra de Piero della Francesca, al igual que lo hiciera el muralista mexicano Diego Rivera años antes. El quehacer artístico de Botero fue catalogado como figurativo, pero posteriormente historiadores y críticos hablaron de una «nueva figuración». Definitivamente construyó una discrepancia con las medidas de la realidad, convirtiendo su arte en crónica y narrando situaciones que representan el núcleo identitario que lo antecede.
Costa Rica tiene el privilegio de contar con la exposición temporal titulada «Viacrucis». La colección vino desde Antioquia, Colombia, y se aloja en la Galería Nacional que se encuentra dentro del Museo de los Niños. Fui a la exposición en compañía de mi hijo y de mi esposo. Mi hijo desde un inicio me dijo que él, «honestamente», no estaba interesado en asistir, pero como las madres sabemos qué es bueno para nuestros hijos, dedocráticamente tuvo que acceder de manera involuntaria ante la autoridad bajo la cual se rige. Sin embargo, no es casualidad que al entrar en el lugar el primer contacto con la obra de Botero sea, precisamente, una explicación audiovisual ilustrada para los más pequeños. Posteriormente, los niños pasan a un módulo interactivo donde pueden colorear formas boterianas.
Seguimos nuestro recorrido. «Viacrucis» trasciende la monumentalidad comprendiendo la metáfora contundente de nuestros pueblos: la realidad ficcionalizada de Latinoamérica. Botero logró sorprender a sus espectadores otra vez. Su obra provoca una fascinación inmediata: lo pintado como un hecho en construcción y lo observado como una obra de arte consumada.
El arte nos conduce al hemisferio derecho de la interpretación sin límites, desembocando en una unidad de las puertas abiertas. Lo expuesto en «Viacrucis» no es la religiosidad por la religiosidad misma; pues con Fernando Botero ya había retomado con anterioridad temas latinoamericanos apoyándose en el arte colonial donde el tema religioso siempre fue predominante. Series como Las Madonnas o Las madres superioras también lo unen a su identidad temática y cultural, pero de la exposición que se aloja en la Galería Nacional valoré, sobre todo, la ruptura con el cristianismo que alguna vez consideró «peligroso» cualquier componente artístico figurativo en el espacio sacro, ya fuera en la iglesia o en los libros.
Lo cierto es que Botero acentúa el acertijo que en mis días de reflexión me ha llevado a ponerle retórica a mis inquietudes: ¿Dónde está la madre? Él lo define muy bien en uno de sus lienzos, La madre afligida, donde un traje azul rey desata colores primarios sin mayor tratamiento consciente. Y es que, sin duda, este aspecto figurativo provoca que nuestras pupilas latinoamericanas hagan un recorrido exhaustivo por aquellas imágenes que, con más espanto que devoción, veíamos desde niños en las iglesias de nuestros pueblos.
«Viacrucis» pinta a una madre cuyas dimensiones, en el imaginario latinoamericano, comprenden las reproducciones tantas veces vistas, las vírgenes de yeso, las estampitas, las esculturas, las porcelanas, todas fabricadas en China y vendidas por señoras mayores que ponen incienso veinticuatro horas en sus pechos para mitigar dolores y afianzar la fe que sostenga a sus hijos a pesar de los malos tiempos.
Acaso no sea prudente desafiar la cronología de hechos y ficcionalizar la producción pictórica aun después de su consumación. El cuadro más representativo y mejor colocado estratégicamente es La crucifixión. Mientras observaba la escena vi necesario convertir a la madre en la madera de la cruz. La madre latinoamericana hinchada ante la incertidumbre de un contexto cuyo núcleo compasivo se vuelve sobre sí mismo, diminuto, como devorado por una enfermedad autoinmune, sosteniendo al hijo, siendo parte de él, clavada en él.
Es el hijo en las entrañas de la madre, la existencia de la humanidad a través del vientre vivo. La voluptuosidad de un contexto contemporáneo donde la delgadez implica la buena alimentación y la buena alimentación comprende tiempo y dinero. Obesidad mórbida en cada esquina, desnutrición espiritual y una velita para la virgen.
Mi hijo vio un tanto afligido la exposición temporal, me dijo que tenía hambre, que le dolía el estómago, que necesitaba una empanada y finalmente al salir del «Viacrucis» tomado de mi mano, me dijo: «Por qué solo Jesús pudo resucitar?»
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?