Yolanda Oreamuno y Sor Juana Inés de la Cruz no podían quedar confinadas al olvido historiográfico. El azar como verdugo y sobre todo como justiciero las devolvería a la mesa y se pondrían en el plato principal los puntos sobre las íes. Las mujeres que pasaron por el tamiz de lo mental y de lo romántico lograron un método de depuración a través de la lógica. Alcanzaron una producción impensable, pero sobre todo sublime.
Sor Juana estuvo consciente del sincretismo que la rodeaba, una especie de sentencia biológica que la convertía en mujer, pero más aún: en mestiza, y por medio de su condición recuperó la dimensión historiográfica de la región Nahua con algunos de sus trabajos poéticos. Habló de Huiltzilopochtli como prefiguración del misterio de la Eucaristía. Tuvo una construcción ideológica lúdica en el juego de las oposiciones materiales y espirituales y estructuró categorías binarias entre lo cristiano y lo pagano, un ejercicio que requiere cierta madurez intelectual.
Yolanda Oreamuno evidenció la absurda permanencia del costumbrismo como método de producción textual totalizante y —por mucho— superó a sus colegas, tanto en forma como en contenido. Fue una escritora vanguardista que atravesó el umbral de lo conocido, barrió con los lugares comunes y obvió las limitaciones que le presentó su contexto social. Se encumbró con La ruta de su evasión, configurando una especie de movimiento literario aislado en una Costa Rica que estaba confinada al ardor de Las concherías. En su construcción textual cabe una lectura cundida de significantes y por eso aun hoy permanecemos perplejos ante conflictos sociales y consecuencias experimentales en el plano literario de un país y de una región cuya construcción identitaria sigue difusa.
Yolanda ya lo había observado todo y le calló la boca a sus detractores sacando a relucir uno de los flujos de consciencia más impactantes de las letras hispanoamericanas. Como el ojo clínico del médico de vieja escuela, Yolanda fue una mujer que se adelantó a su propio tiempo y logró una madurez estilística que todavía no ha sido alcanzada por ningún escritor ni escritora costarricense. Pésele a quien le pese, su obra no ha tenido —al menos en mi vaga percepción de las cosas— un compañero o compañera que se acerque a dicho peldaño. Pero ante todo hay que recurrir al optimismo como método de salvación literaria.
Aceptó al fantasma que la acechaba: su gran belleza. Y como lo diría Octavio Paz en sus apuntes sobre Sor Juana Inés de la Cruz, sería acaso inevitable dejar de relacionar el texto con el contexto, o más bien, lo que resultaría casi imposible sería, en el caso de ambas escritoras, desconcentrar la atención en el personaje para concentrarse en su obra.
Muchas veces la figura de Yolanda Oreamuno se ha recuperado desde una cosmovisión romanticona, sensacionalista e indefinible. La fugitiva, novela de Sergio Ramírez inspirada en ella, no le hizo justicia ni siquiera con su título, empezando por que Yolanda no se mantuvo oculta para no ser descubierta y los fugitivos, más bien, deberían ser los «otros», los que invisibilizaron su obra para que no fuera descubierta. Muchos críticos, escritores o simplemente fanáticos han hablado desde el discurso de lo políticamente masculino, haciendo circular fotografías de sus grandes ojos surcados por un perfil griego avasallante; pero eso no la constituía y más bien la convertía, acaso, en un fantasma, en un esqueleto del pensamiento, en un ser efímero o en una mente brillante que aún no ha logrado ser estudiada de la forma debida. Su sentencia biológica la obligó a tener ese rostro y esa configuración estética, pero esa no fue Yolanda Oreamuno, esa es la vestimenta craneal con piel y forma. Su creación es cerebral. Quizá todavía cueste —como decía mi abuela— «ponerle la comba al palo».
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¿Quién es Elizabeth Jiménez Núñez?