Alguna vez leí —acaso en el epígrafe falso de un poemario— que Jorge Luis Borges citó al Peer Gynt de Henrik Ibsen más o menos de esta manera: «En alguna parte ocurre un naufragio donde Peer dice: “Aún no me puedo morir porque apenas estamos en el tercer acto”». Sea cierto o no que Borges haya dicho o escrito esto, el naufragio que menciona no ocurrió en el tercero sino en el cuarto acto; y al menos en la edición traducida por la editorial Porrúa, Peer jamás pronuncia esta sentencia.
No obstante, podemos adivinar que Ibsen tuvo otras razones para mantener vivo a Peer hasta el quinto acto de este drama poético en verso y que sobreviviera después de su siglo hasta nuestros días. Peer Gynt es el texto más disruptivo del dramaturgo noruego y el más original, el punto de quiebre donde se distancia del realismo social que caracteriza toda su obra. Posee la versatilidad de las mejores comedias de Shakespeare, pero también la irrepresentabilidad del Fausto de Goethe. Quizá por eso ambas obras alcanzaron gran éxito e influencia cuando se adaptaron en ópera y ballet, géneros que facilitan otra potencia expresiva en la música y la danza. Sin embargo, aunque en YouTube se hallan cientos de adaptaciones, el universo del texto excede las capacidades de cualquier puesta en escena incluso para los mejores escenarios europeos o estadounidenses.
Y es que no solo es difícil de producir, sino también de interpretar. Peer como personaje es tan heterogéneo que a veces pasa por un avaro, astuto y ambicioso trepador social, incapaz de sentir una mínima pizca de afección por cualquier ser animado y capaz de vender hasta a su propia madre por dinero; y otras veces las hace de un iluso e ingenuo soñador cuyo único fin es perseguir el amor de alguien que nunca encuentra porque nunca se termina de entender a sí mismo. De hecho, si lo analizamos con la lupa de la escuela stanislavskiana, es un personaje de abundantes superobjetivos y esto le representaría un problema a cualquier actor consciente de la técnica.
Peer expone una rara actitud hacia sus utópicos propósitos. Solveig, Ingrid, Anitra, la Hija del Rey de las Montañas de Dovre… todas ellas representan sus más oníricas pero caducas pasiones. Por ejemplo, el proceso de idealización, romance, aburrimiento y abandono que transcurre a propósito de la figura de Solveig es solo una muestra de lo efímeros y corruptibles que pueden llegar a ser hasta los amores más inalcanzables, los héroes más gloriosos, los dioses más alfaoméigos y los ideales más altruistas.
El alma inestable y sensible de Peer Gynt transcurre los cinco actos buscando una belleza que nunca encuentra porque siempre la reinventa, acaso para no encontrarla jamás. Ya lo dice él mismo en el cuarto acto, poco antes del verdadero naufragio: «Pero ¿qué es la belleza? Puro convencionalismo; una moneda cuyo valor cambia según el lugar y la ocasión».
En su ensayo de Los raros titulado simplemente «Ibsen», Rubén Darío extiende los mayores halagos que yo recuerde haberle leído jamás. En alguna parte escribe: «Hay seres ibsenianos en que corre la esencia de los siglos». Curiosamente, en este ensayo cita casi toda la obra y virtudes del dramaturgo, pero ni siquiera de pasadita a Peer Gynt, el personaje en el que bien podrían caber los sueños y demonios humanos de toda la eternidad. Por eso supongamos, entonces, que Darío, para su infortunio, nunca leyó Peer Gynt: el eslabón perdido de la obra de ibseniana; y con ello no solo se perdió el naufragio sino también al Ibsen más original y auténtico.
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