Ideas que están muertas en el papel fueron alentadoras y vividas para quienes las escucharon y conservaron, porque detrás de ellas, y en torno a ellas, había un hombre.
Una entonación, un gesto, una cara, les daban una virtud que hoy hemos perdido.
Jorge Luis Borges
Prólogo a la Obra crítica de Pedro Henríquez Ureña
La historia no le ha hecho justicia al más grande —adjetivo así de banal pero indudablemente meritorio— humanista hispanoamericano del siglo XX. Alguien que durante cuatro décadas se empeñó en reinventar el concepto de americanidad por medio del análisis de nuestras lenguas y nuestras expresiones culturales, no merecería menos que una edición deluxe de sus obras completas disponible en cualquier librería del continente que él mejor que nadie hiciera suyo. Pero la realidad es otra: la obra de Pedro Henríquez Ureña, el gran humanista nacido en República Dominicana, casi no se encuentra en ninguna parte: ni en la Sophos de Guatemala, ni en la Communitas de Lima, ni en la Internacional de Alajuela, ni en la McNally-Jackson de Nueva York, ni en la Hispamer de Managua. Tampoco en las tiendas de libros usados.
Pienso en la biblioteca central de la Universidad de San Carlos y los libros que de allí llegué a codiciar con la amargura de lo imposible, y es inevitable no evocar la antología de narrativa alemana del siglo XX con tapa azul editada por Gallimard o la única edición del ensayo Literatura y vida de Augusto Monterroso que publicó Alfaguara. Esas son rarezas que difícilmente encontraré en otra parte, pero el libro por el que casi me convertí en delincuente una mañana de 2012 fue el de los Ensayos completos de Henríquez Ureña editados por el Fondo de Cultura Económica y que perteneció al pintor guatemalteco Carlos Mérida. Cuando llegué decidido a pedirlo prestado para nunca más devolverlo ni asomarme por allí, me di cuenta de que alguien acaso menos escrupuloso que yo se me había adelantado.
Para conseguir un libro de Pedro Henríquez Ureña talvez sea necesario recurrir a las librerías del mismo FCE en México, o bien, a alguna editorial universitaria de Santo Domingo o Buenos Aires. Su ausencia, sin embargo, no se limita a las librerías. También es rarísimo encontrarlo como tema de documentales y aun más inaudito es imaginarlo como personaje de ficción literaria o cinematográfica. Lo peor de todo es que ya ni siquiera es motivo de discusión en tertulias literarias. No quisiera pensar que, aparte del ladrón de la biblioteca y yo, hoy ya nadie lee a Henríquez Ureña, ni sabidos ni ignorantes.
A Pedro —así a secas, porque según Borges así era como prefería que le llamasen— le tocó ser contemporáneo de otros dos pensadores hispanoamericanos memorables de su siglo: los mexicanos Alfonso Reyes y José Vasconcelos. Me atrevería a asegurar, sin embargo, que el erudito dominicano fue el más autodidacta de los tres y el menos politizado (acaso sea por eso que hoy esté tan relegado). A diferencia de lo que me sucedió con Reyes, y sobre todo con Vasconcelos, las páginas leídas de Henríquez Ureña nunca me dieron ni una sola sospecha de su pensamiento político, todas se limitaban a una búsqueda incansable de erudición cultural.
Fue dueño de una amplia y prodigiosa memoria literaria, y a diferencia de otros lectores acérrimos como Borges o el mismo Reyes, Pedro no desdeñaba nada que pudiera llegar a sus manos: se tomaba con la misma seriedad y expectativa la lectura del manuscrito inédito de un alumno suyo que la de Garcilaso, Whitman o Cervantes. Desde la literatura norteamericana hasta la literatura gauchesca, desde los clásicos griegos hasta la literatura precolombina, desde los poetas barrocos hasta los ultraístas; poesía, ensayo, teatro, ficción… Pedro siempre quiso leerlo todo, acaso como una forma desesperada de encontrar el origen de algo que nunca tuvo principio ni fin. En sus ensayos encontré referencias a nombres y obras que para su época las historias de la literatura ya habían olvidado.
En esa búsqueda de erudición se embarcó por todo el continente como viajero errante, acaso sin llegar a sentir la mínima nostalgia por el pedazo de Caribe que dejaba atrás. En todos los países en los que estuvo fue parte de proyectos importantes y ambiciosos relacionados con la cultura y la educación. Quizás Nueva York, Ciudad de México y Buenos Aires se encargaron de convertir al provinciano caribeño en hombre cosmopolita, pero hombre universal ya era desde las primeras lecturas de infancia en Santo Domingo. En sus primeros escritos, específicamente en los de Seis ensayos en busca de nuestra expresión, es posible adivinar que aquello que desde muy joven le hizo ver que la República Dominicana era apenas una partícula dentro de un universo mucho más amplio no fue la geografía sino la literatura. Sin duda, el autodestierro constante al que felizmente se sometió le iría ratificando esta idea.
Todavía me veo leyendo aquellos Seis ensayos después de clase, en el tercer piso de la Biblioteca Central de la Universidad (incluidos en el libro de pasta verde que alguien se robo antes que yo). Era difícil mantener la vista en las páginas por dos minutos seguidos sin detenerme un momento para pensar, entre incrédulo y fascinado, dónde habría conseguido aquel hombre isleño y sin internet la bibliografía mínima de los libros que citaba a cada tres o cuatro líneas con la propiedad de quien le explica a un hijo cómo preparar la receta secreta de la abuela.
Hace varios meses, en otra biblioteca, la de la Universidad Rafael Landívar de Guatemala, encontré un ensayo de Ernesto Sabato titulado Pedro Henríquez Ureña: su vida y su legado (o algo así). En él, Sabato expone que cuando Pedro se embarcó a Buenos Aires, en donde permanecería los últimos veinte años de su vida, lo hizo con la promesa previa de llegar a impartir una cátedra de lengua y literatura, o un decanato de humanidades, o algo por el estilo (mi memoria es errática), pero a fin de cuentas, un cargo ambicioso en una de las universidades más importantes de Argentina; sin embargo, lo único que recibió al llegar fue una asignatura de español en un instituto de secundaria. En uno de los últimos ensayos del mismo Sabato leí antes que Henríquez Ureña llegó a ser su profesor de español en aquel mismo instituto, pero nunca supe bajo qué circunstancias. Me pregunto qué pasaría por la mente de uno de los intelectuales más eruditos del continente, en el tranvía camino a casa, mientras cargaba bajo el brazo legajos de ensayos literarios plagados de errores ortográficos y concebidos por el intelecto de escolares de doce años.
Sin embargo, lejos de indignarse, Henríquez Ureña desempeñó con soltura la labor más romántica y heroica de su desterrada vida humanística. En aquel instituto, lejos de ver a sus alumnos como escolares, los veía como futuros escritores. Creo haber leído alguna vez que para enseñarles lengua española, en vez de impartirles gramática, los hacía leer versos de Luis de Góngora.
Por último, Pedro ni siquiera soñaba con aparecer en la lista de eternos olvidados por la Academia Sueca en una época en la que ya sonaban para el Nobel de literatura los nombres de críticos notables como Henri Bergson o Bertrand Russell; o el de una poeta sobrevalorada que, también como él, desempeñó una labor humanista destacable: Gabriela Mistral.
Pero qué importan el Nobel y los lectores y las editoriales que no editan las obras de Pedro Henríquez Ureña si al menos la calle sucia e irrelevante de un barrio espantoso al noreste de la Buenos Aires de su vida lleva su nombre.
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Buenos días. Le comento que en la biblioteca de la USAC hay varios libros de Pedro Henríquez Ureña, incluido un volumen de sus obras completas en el que pueden leerse algunos poemas y cartas, además de sus ensayos. Y el libro que usted menciona bien podría no haber sido hurtado sino simplemente tomado en préstamo.
Por otro lado, el ensayo de Ernesto Sabato acerca de su mentor puede leerse en el libro Apologías y rechazos, que también se encuentra en la biblioteca de la USAC. En ese libro de Sabato, además del retrato de Henríquez Ureña, hay otros, particularmente destacables uno acerca de Albert Camus y una hermosa y amplísima reflexión acerca de la educación.
Por último, quiero decir que concuerdo con usted en colocar a Henríquez Ureña entre los grandes ensayistas originarios de Hispanoamérica. Creo que a esta estirpe pertenecen también Octavio Paz y Augusto Monterroso. Y me parece importante decir que en estos días vive entre nosotros un hombre que podría representar la cima y suma del género; un autor que reúne en sus libros todas las mejores y más valientes cualidades del ensayo poético, más que un erudito o un genio, un verdadero enamorado de la búsqueda literaria: el actual director de la Biblioteca Nacional de Argentina, Alberto Manguel, eterno juglar vagamundo, igual que Henríquez Ureña.
Saludos.