«Profe Lahura, ¿y cómo se puede poner a leer a los alumnos un libro en una clase como física elemental? ¿Eso no es para la asignatura de español?»
Cuando escuché eso del joven practicante que tenía asignado me acordé del rosario habitual de quejas de mis compañeros docentes: «esta juventud de hoy no quiere nada», «no ha habido una generación peor que esta». Y aunque no comparto la idea, entiendo perfectamente de dónde proviene. Salvo raras excepciones, los jóvenes hoy no tienen el más mínimo sentido del disfrute respecto a la educación formal y los procesos que la han caracterizado.
En teoría, la escuela debería contribuir y dar respuesta a las necesidades urgentes que el mundo plantea, sin embargo, ocurre que las necesidades de ayer no son las de hoy, y de las de mañana ni siquiera tenemos idea. Hacia la década de 1930 una persona tenía en promedio ―cuando mucho― tres empleos a lo largo de su vida; hoy esa media es de catorce. Las motivaciones que dieron origen a la creación de la educación pública en el pasado nada tuvieron que ver con la complejidad del mundo de hoy, y si las respuestas son diferentes, también deberían cambiar las preguntas.
De reciente auge, la neurociencia es la puerta que nos está dando las mejores luces sobre esa máquina fantástica que es el cerebro: cómo opera, qué lo influye y cómo debemos enseñar para «despertarlo» de ese sueño aletargado que representa la enseñanza tradicional. Los hallazgos en los últimos años son, cuando menos, sorprendentes; y si el maestro de hoy no considera esos elementos puede sentirse frustrado y desmotivado ante las nuevas generaciones de estudiantes.
Hoy se sabe que los bebés poseen un sentido numérico innato y que niños de temprana edad, con los planteamientos adecuados, pueden incluso manejar algunas operaciones matemáticas básicas. En el Laboratorio de Cognición Infantil de la Universidad de Illinois se comprobó que bebes de seis meses saben que si se empujan un carrito con una piedra grande avanzará una mayor distancia que si se empuja con una piedra pequeña. Este parece ser un análisis físico lógico, pero ¿para un bebé de seis meses? ¿Cómo un científico puede saber lo que piensa un bebé de seis meses? La generación de nativos digitales nos alcanzó sin que nos diera tiempo para desaprender lo viejo e inútil y reaprender lo nuevo y necesario. Por primera vez estamos frente a jóvenes con capacidades para las cuales los maestros no estamos listos.
Responsabilizar a los estudiantes de carecer de motivación cuando se supone que quienes debemos tener las competencias para encontrarlas en ellos ―hacerles «cosquillas» y encontrárselas― somos nosotros los maestros, es un acto de injusticia. Como también lo es culpar completamente al docente sin considerar que estos tan solo reproducen los patrones con los que fueron formados. Yo también a veces me siento completamente desarmada y sin suficientes herramientas para hacerle frente a mis estudiantes, pero es que hoy no es fácil intentar ser buen maestro, se debe desafiar a un sistema que registra en las leyes educativas perfiles de estudiantes que, en realidad, no quieren.
La lista infinita de absurdos a la que debe enfrentarse hoy un maestro en Honduras es el doble o quizá el triple de lo que era hace diez años. Nunca se había trabajado tanto como ahora, pero trabajar más nunca ha significado trabajar mejor. Basta ver hacia dónde se está obligando a los docentes a canalizar las energías y claramente no es hacia la mejora de una práctica educativa que impacte positivamente en los estudiantes. Hoy los docentes del sistema educativo del Estado laboran para alimentar una burocracia administrativa que sirve para alimentar titulares falsos, la propaganda nunca cuenta cómo se ha presionado de forma sutil a los docentes para forzar las aprobaciones masivas y lograr a punta de fórceps los resultados estadísticos que tenemos hoy.
No me extraña si pienso en las realidades de nuestros países: obreras que pueden explotarse en las maquilas ―y que por ningún motivo se les ocurra sindicalizarse para exigir derechos―, empleados de la construcción que ganan menos de lo que merecen y que dan gracias a Dios por tener un empleo, personas que fríen papas a las grandes transnacionales en las más terribles condiciones sin protestar, maestros desmotivados que ya no piensan en autoformarse ni estudiar, mucho menos en desaprender para aprender. Las medidas y «fallas» del sistema educativo son, cuando menos, casuales; alevosía y ventaja en su máximo esplendor.
Atomizar emocional e intelectualmente a las personas responsables de implementar las políticas educativas y formar al ciudadano del mañana nunca fue tan rentable. Que se obligue a los docentes a concentrarse en «enseñar» contenidos en tiempos pedagógicamente imposibles, hacer exámenes netamente memorísticos o evaluar de determinada manera ha acabado por destruir su motivación y minar su autoconcepto. ¿De dónde saldrán los adultos que van a oponerse a este sistema injusto y oprobioso si nadie los está formando para eso?
Desarrollar un país pasa por desarrollar su educación y para que este avance se debe pensar en los jóvenes y sus capacidades, habilidades y valores, y no en los «contenidos», como se ha acostumbrado en la escuela tradicional. La neurociencia no se equivoca: el mundo hoy no ocupa cajas que almacenen datos e información sin sentido ni contexto. De los jóvenes se espera que sean autónomos, independientes, capaces de filtrar e interpretar la información que reciben en la escuela y en el hogar para que, cuando sean adultos, puedan analizar la realidad circundante; no para verla y pasivamente aceptarla, sino para transformarla y mejorarla.
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¿Quién es Lahura Emilia Vásquez Gaitán?