Tenía siete años cuando comenzó el éxodo hacia el norte. Aún conservo las imágenes en mi mente. Alrededor de cinco mil personas, entre hombres, mujeres, jóvenes, ancianos y niños, huían de Nicaragua. El «éxodo», como fue nombrada la migración de 1984 que lideró José María Reina y Boris Letz, pasaba por Honduras escapando de la guerra civil nicaragüense. Miles de familias fueron desintegradas debido a la lucha entre los sandinistas y la Contra y Honduras fue el refugio de muchas familias. Otras llegaron hasta Guatemala, México y Estados Unidos. Aún recuerdo los rostros llenos de temor e incertidumbre de unos cuantos que se hospedaron en mi casa antes de seguir rumbo al norte. Temían por sus vidas. Hoy, 33 años después, la migración a gran escala continúa siendo un fenómeno que se repite a causa de la violencia que sigue reinando en Centroamérica.
Las condiciones políticas y socioeconómicas precarias, y uno de los índices más altos de homicidio en el mundo a causa de la violencia de las pandillas, el crimen organizado y el narcotráfico, son algunas de las razones que continúan impulsando la migración en esta región. El número de niños no acompañados y familias procedentes de Centroamérica que han llegado a la frontera entre Estados Unidos y México desde 2011 es aterrador. La mayoría proviene del Triángulo Norte. Solo en 2016 el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP, por sus siglas en inglés) interceptó alrededor de 46,900 niños no acompañados y más de 70,400 familias procedentes de El Salvador, Guatemala y Honduras en la frontera entre Estados Unidos y México.
Sin embargo, la inmigración de Centroamérica hacia el norte no es algo nuevo. Las guerras civiles, la inestabilidad política y las dificultades económicas causaron un flujo significativo de centroamericanos durante la década de 1980, época en que la población centroamericana en los Estados Unidos se triplicó. Óscar Martínez, coordinador del proyecto Sala Negra, del periódico digital salvadoreño El Faro, asegura que «Los centroamericanos ya no migran, huyen», ya que, según él, hay una diferencia entre migrar y huir. «Uno migra con la esperanza de lo que hay adelante y huye cuando quiere dejar algo atrás», pensamiento que ilustra claramente lo que pude ver en los ojos de aquellos que en la década de 1980 pasaron por mi país.
Hoy las razones por las que los centroamericanos huyen de su tierra son diferentes a aquellas cuando explotaron las guerras civiles en la región, aunque el motivo es el mismo: miedo. Miles de personas dejan a su familia atrás y arriesgan su vida y su integridad con la esperanza de encontrar en tierras extrajeras una situación alejada de la violencia que impera en la región y que cada día parece tomar mayor fuerza. Y es que, tristemente, en países con democracias débiles, como Honduras (y no me refiero a un gobierno o partido político en específico, sino a todo el sistema), la seguridad es una ilusión, un discurso utilizado por políticos y gobernantes para manipular los procesos electorales y que sirve solo como herramienta de distracción.
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