Siempre fui un mal alumno. Desde mis primeros grados en primaria hasta mis días de universidad, odié las aulas de clases. Repetí casi todos los años de secundaria y no pude graduarme sino hasta que encontré la opción de educación alternativa, en la cual solo tenía que asistir tres veces por semana al colegio. Luego, ya en mi vida de adulto ―haciendo referencia a los días donde ya tenía que pagar renta y comida―, durante mis estadios universitarios continúo mi calvario. Fue imposible conectarme con un método de enseñanza a punta de garrote o, explicado de una manera menos coloquial, al aprendizaje repetitivo, no comprensivo. Esa fue una de entre tantas razones —o excusas— por las cuales nunca logré terminar mi carrera universitaria. Siempre me pregunté si era yo el idiota o si el método de enseñanza que utilizaban los catedráticos no era para mí, ya que no siempre ocurre igual con todos.
De toda mi vida como estudiante solo recuerdo a tres maestros, quienes, de forma muy distinta, marcaron mi vida. Primero, la profesora Keyla, una bella joven de tez blanca, larga cabellera color negro azabache y una voz delicadamente suave. Ella nos recibió el primer día de clases de mi tercer grado de primaria en la escuela adventista a la cual asistía. Mi primer amor, que duró los cuatro bimestres. Luego, en sexto grado, la profesora «Regla», a quien temíamos todos en la clase, popular por dar reglazos a los que se portara mal, y para portarse mal sí era yo el mejor de la clase. Recuerdo que una vez me dijo que tenía «la cabeza hueca» y que difícilmente llegaría a ser algo en la vida, razón por la cual nombré mi compañía de esa manera: Cabezahueca Films. Y el tercero, el profesor Edy, un misquito, si bien lo recuerdo (originario de La Mosquitia en el caribe hondureño), que me dio clases de español en el primer curso de bachillerato, uno de los pocos o quizá el único que recuerdo y que pudo entender que el secreto de la educación estaba en enseñar a pensar (que no es lo mismo que memorizar) y, a diferencia de los demás, no nos impuso una forma de pensar. Un orador y un motivador nato. Aún puedo recordar algunas de las charlas que tuvimos.
Al final, nunca volví a saber de ellos tres.
Honduras es el país más pobre del continente en la actualidad y uno de los más desiguales, un sitio donde la corrupción es una práctica común en todos los niveles sociales y la situación cada vez empeora más. El interés de todos los gobiernos por invertir en educación es casi nulo, por lo que aspirar a un buen sistema educativo es prácticamente una utopía. Educar a un pueblo es sinónimo de liberarlo (y eso no le conviene a quienes lo gobiernan). Un país mal educado es un país fácil de manipular. La desigualdad es necesaria para mantener al pueblo sumergido en la ignorancia.
«La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo», dijo Nelson Mandela, pero ¿será suficiente para revertir la desigualdad, la miseria y la pobreza que viven países como Honduras? Si la educación no es la única vía, sin duda es la más importante. En mi caso, a pesar de mi experiencia en las aulas, tuve la oportunidad —o la suerte— de estar expuesto a diferentes formas de aprendizaje y tener siempre una pasión por aprender; no obstante, urge invertir en educación y en sistemas alternativos de aprendizaje para estimular la imaginación y la creatividad. La mejor forma en la que un país puede invertir sus muchos o pocos recursos es en la expansión del conocimiento de sus habitantes.
†