Lo más bonito de vivir es tener que morirse. Sería insoportable pasar siglos cargando achaques, deudas, rencores y demás taras que por lo general nos hemos impuesto nosotros mismos.
Nadie puede negar los enormes costos que representa para cualquier sistema de salud brindar cuidados y abastecer de medicamentos a la cada vez mayor población de la tercera edad —ya sé que ninguna de esas acciones se lleva a cabo en Guatemala pero, por un momento, hagamos de cuenta que sí—. José Saramago lo ejemplifica en forma tragicómica en Las intermitencias de la muerte, donde la compañera del viaje sin retorno llega a un país (ficticio) y decide tomarse unas vacaciones. Al principio de la narración todo es felicidad, pues ya no existe el último adiós y los días con los seres queridos se vislumbran eternos. Sin embargo, esa imitación del paraíso propicia el colapso en los hospitales, la quiebra de las empresas de servicios funerarios, y la ruina para enterradores e incineradores que exigen al gobierno la restitución de la normalidad. Luego, cuando la gente se da cuenta de que afuera del país las cosas siguen como siempre, se genera un éxodo para cruzar la frontera y deshacerse de algunos seres ya no tan queridos, cuya vejez sin final se ha tornado estorbosa.
No ambiciono ser longevo. No aspiro a vivir menos de lo que la epidemiología actual predice, no por nihilismo ni por desapego—tengo mil proyectos en mente y procuro invertir en ellos al menos unos minutos cada día—, sino porque se me hace injusto convertirme en una carga para los que vienen detrás. Tampoco acostumbro hablar del tema porque suele sonarle ácido a la mayoría bienpensante, alérgica al asunto hasta el extremo de ofenderse cuando se le pregunta sobre sus planes mortuorios.
Aun cuando mi trabajo como médico me espeta todos los días un recordatorio sobre la fragilidad de la vida, y cuando esto me ha hecho multiplicar y optimizar los momentos con mi gente, a veces echo de menos a los que ya se han ido.
Sería grato, a pesar de que ya rascaría el siglo de vida, conversar con la mujer que me enseñó a atarme los zapatos, la que me compraba un helado cada viernes a la salida de la escuela, la que me obligaba a estudiar tres horas cada tarde a pesar de mis rezongos y, si después del examen mis calificaciones eran sobresalientes, siempre tenía un obsequio para mí. Volvería a escuchar con gusto las historias de su infancia en Zacapa, de su desempeño como maestra en las montañas de Chiquimula en los años cuarenta y de sus noches como jefa de enfermería en los hospitales nacionales, aunque de esto último volvería a desprenderse la advertencia cuan dura e injusta es la carrera médica, que roba el tiempo y aniquila las energías. No le hice caso y su augurio se cumple a cabalidad.
Hoy, diecisiete de noviembre, cumpliría noventa y un años mi abuela María del Carmen Peña, y sería un placer tenerla un rato conmigo.
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¿Quién es Leonel González De León?
Señor González, con todo respeto:
Su postura es una falta de respeto para las personas enfermas. Pero no crea que es diferente o novedosa. Es una manifestación de la peste sistémica que secuestró el oficio de la medicina desde que se convirtió, abiertamente, en el oficio de hacer morir disimuladamente. Y no solamente en este país, sino a nivel mundial, o por lo menos en el ámbito occidental, que es del que tenemos un poco más información.
Lo conozco a usted a través de sus escritos, por eso me atrevo a comentar su texto, si bien es cierto que no lo conozco a fondo, lo cual más bien tomo como una bendición.
En todos sus textos muestra usted una soberbia enorme, propia de una persona que se cree llegada de la cúspide del conocimiento de la vida. Tal conocimiento no es ni siquiera vago en el área literaria, donde solamente su soberbia supera su ignorancia. Su penúltimo artículo, acerca de una novela de Pedro Mairal, no pasa de ser un textito mediocre de estatura escolar, con argumentos sobradamente ridículos disfrazados de novedad, como miles y miles de textos idénticos que se encuentran por cualquier lado en Internet.
Si se pregunta cuál es el propósito de este escrito, no lo dude: herirlo, aunque siendo usted como lo supongo yo, no lo voy a conseguir.
Pero quiero ofender también su profesión, la suya, no la hipotética e improbable profesión de la medicina como ciencia o como arte de aminorar el sufrimiento de las personas. No, le hablo a usted, quien no sin reparo, al mismo tiempo que se jacta de ser doctor, tiene el descaro horrible de burlarse así de las personas: “Lo más bonito de vivir es tener que morirse”. Eso, señor, en primer lugar es una estupidez, si quiere déjelo en un chiste tonto y, en el sentido lógico, una contradicción idiota. Lo más bello de vivir es amar, conocer la vida, compartir la alegría, recordar la belleza, compartirla también, y así hasta muy cerca del infinito. Hay miles de cosas que podría mencionar.
Pero aquí el tema no es la muerte. Voy a dejar en paz su estúpida afirmación sobre la muerte. Usted está burlándose de la vida, de las personas que están vivas y que están sufriendo.
¿Usted le diría eso a un niño enfermo? ¿A una madre que perdió a su hijo?
¿Usted se atreve a burlarse de esa manera en un país donde hay centenas de personas que se mueren a diario asesinadas, en la calle y en los hospitales, públicos y privados, y en muchísimos lugares más, por la maldad y el egoísmo de otros?
La analogía que hace con la novela de Saramago es nefasta, porque usted no está hablando de la irresoluble madeja de la muerte, sino que, repito y repetiré, usted se está burlando de las personas que sufren. También Jonathan Swift aborda el tema en Los viajes de Gulliver, desde la perspectiva de la necesidad biológica del descanso, no tanto desde la crítica bursátil.
Morir es un paso, una puerta, un misterio, una aventura que, sí, puede ser tomada como parte de la vida, un umbral hacia una siguiente etapa que desconocemos o no alcanzamos a percibir desde acá. Pero por alguna razón, así como amamos, deseamos, padecemos hambre, sed, frío o calor, compartimos con los otros seres de la naturaleza un instinto: el de conservar la vida lo más que se pueda. ¿Por qué? También es un misterio, probablemente sea por egoísmo, vanidad, ignorancia y sobre todo por miedo o tontería, pero siempre por razones rabiosamente humanas. Huir de la muerte nos hace humanos y reales, porque nos hace débiles y tontos, obstinados en negar algo que debe ocurrir pero deseamos aplazar.
Pero usted no está hablando de la muerte. Usted es un farsante, por lo que alcanzo a promediar, tanto cuando escribe como cuando trabaja.
¿Por qué piensa usted que las personas enfermas son una carga? Y más todavía: ¿cómo se atreve a afirmar que lo son, desde cualquier punto de vista, desde los sesenta años?
¿Usted no atiende a personas ancianas? Y, si lo hace, ¿les manifiesta primero su ideología que mezcla el cristianismo con la moda nazi?
Note lo siguiente: usted critica “los enormes costos” de la seguridad social, que en Guatemala, como bien señala, no existe, pero, ¿cuándo ha dicho algo sobre los salarios de los políticos, el presupuesto del ejército, la publicidad engañosa de las empresas (principalmente de la industria farmacéutica) y la evasión fiscal de las iglesias?
Por favor, si quiere, remítame a sus artículos donde critica estos temas.
Según usted, como los enfermos necesitan de seguridad social, son una carga, pero no lo son las guerras, la fabricación de armas, la experimentación nuclear, la experimentación espacial, las miles de millones de toneladas de dinero y demás recursos que la humanidad desperdicia a diario en diversiones, orgías, consumo, consumo, y más consumo inútil.
Da lástima y asco que alguien que se dice doctor y que ocupa un espacio escribiendo, derroche este en burlarse así de las personas enfermas.
Los ancianos, enfermos o sanos, y todas las personas de cualquier edad que están enfermas, poco o mucho, transitoriamente o no, no son una carga, ni personal ni social. Las personas enfermas merecen doctores/as, enfermeras/oso, familiares o amigos que sepan y quieran cuidarlos, haciendo lo más y mejor que se pueda por ellos, para aminorar su sufrimiento, compartiéndolo, no para acortarles la duración del mismo con la muerte.
La carrera médica puede llegar a ser dura e injusta, como cualquier otro trabajo, porque las condiciones en que se ejerce son mediocres, o también porque los puestos son comprados u obtenidos por soborno, extorsión o muchas otras formas de negocio, precisamente por personas que jamás quisieron ser médicos. Si las condiciones de los trabajadores de los servicios de salud son muy malas, es culpa de los ladrones que dirigen la sociedad, no de las personas enfermas.
Por consiguiente, y es lógico que llegara a esto: usted no tiene ninguna justificación para decir lo que dice. Esto que escribió debería darle vergüenza y hacerlo retirarse de todo, principalmente del oficio médico. Pero estoy casi seguro de que hará todo lo contrario, se sentirá complacido de haberme alterado y se burlará de mí. Pero no me importa.
Usted es un imbécil mitad nazi mitad cristiano.
No utilice la memoria de su abuelita para justificarse. Es una bajeza.