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Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2No hace mucho, el “googleable” escritor franco-guatemalteco Marlon Meza Teni decidió insultarme en X. Acaso se sintió provocado por mi contenido de parodia noticiosa, o acaso tiene la costumbre de hacerle comentarios misóginos a las artistas que no conoce.

Seguramente me lo busqué porque no soy de esas personas que tienen TED Talks y nunca he estado en la ópera ni en el Teatro Nacional. Tampoco escribo libros: soy una flagrante filistea.

Pero quizá lo que más me sorprendió fue el hecho de que Meza decidiera atacar la cuenta de este medio con este hilarante comentario: “lo mejor que podrías hacer es dejar tus videojuegos y dedicarte a leer un poco”. Voy a dejar a un lado la profunda ironía de sugerir que el editor de (Casi) literal lea un poco y suelte el FIFA. Lo que picó mi curiosidad es el hecho de que un presunto hombre de cultura piense, en pleno 2023, que los videojuegos son un desperdicio.

En esa misma semana en que fui insultada con la flácida creatividad de Meza también completé la historia de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom. Mientras le repartía unos brutales espadazos a Ganondorf volví a una felicidad que solo he conocido en la médula de la mejor ficción. Así que, como en este espacio nos encanta la controversia, voy a declarar que los videojuegos son dignos descendientes de la tradición literaria y artística.

Existen varios géneros de videojuego y generalizarlos es como comparar a Jane Austen con Corín Tellado. Como en todas las disciplinas creativas, hay producciones de arte y de entretenimiento por igual, y juzgar sin el menor esfuerzo de entendimiento es una tarea de necios. Regreso constantemente a la definición que propone Aristóteles en la Ética eudemia: el placer que nos da una obra creativa dista del placer que envuelve el desenfreno. Los videojuegos son precisamente experiencias de catarsis e hipérbole, y acaso por eso elaboran sobre la potencia inmersiva de la literatura: le dan al espectador un rol activo en la narrativa.

Hay quien goza al mutilar a una prostituta en Grand Theft Auto, pero en el mismo entorno de consola, con los mismos controles y comandos de hardware, está quien lleva una desgarradora historia de duelo y paz existencial en el micromundo de Gris.

En la década de 1960, Marshall McLuhan dijo que “el medio es el mensaje”, pero a medida que los medios discursivos evolucionan en este siglo, el mensaje se ha reubicado al código (virtual y textual). Muchos artistas del videojuego parten de la narrativa para crear una experiencia de emotividad. Basta explorar la sección independiente (muchas veces en liquidación, pero esa es otra historia) para encontrar gemas de momentos creados para la contemplación de su espectador; y trastocan temas tan universales e íntimos como la sexualidad, el existencialismo, la identidad, el duelo, la guerra, el amor y la muerte.

What Remains of Edith Finch explora el trauma generacional con una historia de realismo mágico. Papers, Please le da al jugador la experiencia de un oficial migratorio que tiene en sus manos los futuros de familias exiliadas. Ni hablar de Fallout, un thriller postapocalíptico que se vale de una intrincada historia alternativa para analizar la inconsecuente crueldad de la cultura bélica. Y creo que tendré que abrir una colección de ensayos solo para empezar a explicar cómo el mundo de Hyrule ha evolucionado con las sensibilidades de su audiencia, reinterpretando los significados del heroísmo y su relación con la historia, la tradición y la interculturalidad.

En la modernidad, el videojuego es un objeto artístico con el mismo valor que el objet trouvé y el performance. De hecho, el Ministerio de Cultura en Francia reconoce y financia proyectos de videojuegos desde 2006. El arte debe provocar, exaltar y, sobre todo, incomodar. Por eso nada me hace más feliz que pensar que Ulysses tiene el mismo valor que Majora’s Mask, que con la misma emoción con que le compraré a mi sobrina su primera copia de Little Women le enseñaré a jugar Child of Light. Hallo un enorme consuelo en saber que puede existir belleza en la configuración precisa de letras, colores, gestos y pixeles. Prefiero que el arte sea tan libre y cambiante como la gente que lo crea.

Por eso me sorprende que en esta década sigan existiendo vocales (y vulgares) detractores del arte del videojuego. Supongo que no han tenido el gusto de introducirse en la experiencia. O quizá solo les falte una vida.

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