Adolfo Bioy Casares: Descanso de caminantes


Fernando_ Perfil Casi literal

En la narrativa de Bioy Casares nada fue dejado al azar; ni la suerte misma. Las novelas y los cuentos de Bioy están trazados con una línea fina, casi invisible, y el lector inmediatamente reconoce en ABC a un maestro ingrávido, metafísico y enorme, enemigo de la falsedad y del descuido. Un narrador.

Se podría pensar que Bioy no era de este mundo; alguien incauto podría decir que era perfecto. Sin embargo, en 1999 Daniel Martino publicó un libro desmitificador que probaría lo contrario. Bioy ya había publicado una biografía que decepcionó a muchos y no gustó a nadie. Borges, un libro mitológico que casi nadie ha podido leer, ventilaba las conversaciones rapaces de los dos viejos y amargados genios; De jardines ajenos recopilaba conversaciones entre amigos y En viaje plasmó sus impresiones sobre Francia e Italia;  pero fue este libro de quinientas páginas el que mostró una parte del prisma que se llamó Adolfo Bioy Casares.

Dividido en seis partes, el libro recorre la vida de Bioy, la vida íntima, desde el 09 de febrero de 1975 hasta el 03 de junio de 1989. Nombres como Ernesto Sabato, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Lord Byron, Pepe Bianco, Perón y Evita, Arlt y Quiroga (ambos considerados por Bioy como escritores mediocres) Victoria Ocampo y Silvina (la esposa y la cómplice de las infidelidades), Drago Mitre (el amigo de toda la vida) y Helena Garro (la amante definitoria), Ítalo Svevo, Woody Allen, muchísimas mujeres que Bioy no nombra y Vlady, su Lolita, e innumerables personajes típicamente argentinos que probablemente lo inspiraron para su Diccionario del argentino exquisito,  pueblan este libro, la mayor novela, el cuento más largo de todos los que escribió Bioy Casares.

En las páginas de este libro se percibe a un ser humano preocupado por su bienestar. Bioy no es militante, no cree en las causas perdidas y se dedica a escribir, pasea, hace el amor, viaja, juega tenis, se enferma y conversa con Borges. En él recorre todos los géneros posibles; hay poesía, dísticos, variedades, aforismos, relatos, opiniones políticas, santorales, recuentos de amores pasajeros, el odio hacia Sabato y Arlt y Quiroga, la admiración hacia lo francés y su rechazo al afrancesamiento de los argentinos; opiniones sobre sus libros y sobre los libros de otros, la enfermedad de Silvina y la vejez y los años del Proceso.

Curiosamente, el diario se interrumpe antes de llegar a los noventa, época por demás interesante para cualquier biógrafo de Bioy: recibe el Premio Cervantes, publican todas sus obras en España, recibe el favor de la crítica (que siempre, injustamente, lo vio como el segundón de Borges) y escribe sus memorias. También es la década de la tristeza. Muere Silvina y meses después muere Marta, su hija, en un accidente automovilístico que sume a Bioy en una depresión que nadie podrá sanar.

La muerte ya empezaba a rondar.

Dos fechas realzan la parte final del libro. Los protagonistas son Cortázar y Borges. Han muerto.

12 de febrero de 1982. Vlady me previno: «Escribile pronto. Está enfermo. Va a morir.» Como siempre, me dejé estar. […] Si estuviéramos en un mundo en que la verdad se comunicara directamente, sin necesidad de las palabras, que exageran o disminuyen, le hubiera dicho que siempre lo sentí cerca y que en lo esencial estábamos de acuerdo. […] Yo sentía cierta hermandad con Cortázar, como hombre y como escritor. Sentí afecto por la persona. Además, estaba seguro de que para él y para mí este oficio de escribir era el mismo y lo principal de nuestras vidas. No porque lo creyéramos sublime; simplemente porque fue siempre nuestro afán.

Sábado 14 de junio de 1986. Almorcé en La Biela, con Francis. […] Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre las Eddas que me mandaron hace meses, me saludó y me dijo, como excusándose: «Hoy es un día muy especial.» Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: «¿Por qué?». «Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra», fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintanilla, sintiendo que era mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: «Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez». Pensé: «Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de esa manera. Irse a morir a una ciudad lejana… tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido enfermo a veces deseé estar solo; como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar.»

Y así la vida de Bioy empezó a diluirse entre un Buenos Aires apático, amigo de las novelas de Aguinis y los éxitos de Soda Stereo, enamorados del fulgor de Maradona y las canciones de Fito; en ese punto del siglo, Bioy era un superviviente, un escritor consumado y consumido, triste y feliz, admirado y temido, no solo por una de las obras literarias más importantes de su época, sin duda alguna, sino también por su facilidad de enterrar esperanzas y sueños, porque aunque este libro se titule Descanso de caminantes, lo menos que hace el lector es relajarse ante el recuento indolente de la vida, de la muerte y la literatura, tan unidas entre sí, como las líneas de la mano de una mujer.

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