Nicaragua: país que sangra


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literalTengo varios hermosos recuerdos de Nicaragua y especialmente de Managua. Uno de ellos es el fascinante calor que lo abraza a uno desde la madrugada hasta la noche. Es un calor seco, que se te pega a la piel como la rémora al tiburón.

Me alucina una enorme fuente que por las noches enciende sus luces, que vibran al mismo tiempo que una música clásica de la cual no tengo la idea de dónde suena. Durante un congreso de escritores abandoné la sala de conferencias ―ubicada en un edificio a la par de esta fuente― para ir a zambullirme entre ella y hacerme pasar por el director de una imaginaria y húmeda orquesta. Sus volcanes y el río San Juan, sus playas y sus ciudades coloniales con cúpulas en las que aún los poetas convierten sus poemas en palomas.

Me encanta su gente, batalladora, arrecha y sin ningún tipo de complejo. Admiro a sus jugadores de béisbol en las Grandes Ligas y a sus boxeadores memorables. Me encantan los taxistas que recitan versos de Rubén Darío y la gallina al vaho.

De manera testimonial, acumulo varias etapas de vida por las que he permanecido en Nicaragua. La primera fue por el deporte. En aquel entonces practicaba tenis de mesa y participé en más de una ocasión en la Copa Sandino, donde conocí a uno de los más grandes jugadores de este deporte: Oscar Molina. La otra etapa fue la literaria, pues en varias ocasiones he participado en diversos encuentros y allá tuvieron lugar mis charlas memorables con Franz Galich, escritor guatemalteco que vivió sus últimos años en Managua. Muchas de mis amistades nicaragüenses son escritores; siempre me ha parecido fascinante su literatura y la manera en que conciben el mundo.

Nicaragua es un país de gran referencia para mi vida, por eso he querido aprovechar mi columna de hoy para expresar mi más profundo dolor y la desazón que me invade a causa de la terrible situación por la que está atravesando este pueblo aguerrido, hijo del Güegüense o Macho Ratón, Sandino y Diriangén.

La represión que ha lanzado Daniel Ortega y sus secuaces contra este pueblo es criminal aun para cualquiera que tenga tres dedos de frente, como diría una abuela. La muerte de tanto inocente, la destrucción de espacios urbanos e históricos, los ataques contra organizaciones sociales y, en general, el desprecio a la vida y a lo que alguna vez soñó Augusto César Sandino, es lo que ha caracterizado al gobierno orteguista y lo que ha provocado una lucha terca e incansable por la soberanía, la autodeterminación y la libertad.

Esta amada tierra ha sido testigo de luchas memorables por la libertad que Daniel Ortega y compañía mancharon de sangre; no solo traicionó el legado por el que luchó durante la década de 1970, sino la excesiva confianza que le recibió del pueblo, convirtiéndose en el orquestador de esta ópera del horror.

Han muerto muchas personas entre estudiantes, periodistas y héroes anónimos que se levantaron valientemente contra el poder casi omnipresente del orteguismo y sus estructuras de corrupción y espionaje. Han llegado, incluso, a acabar con la vida de pequeños inocentes que no han podido ser atendidos en centros médicos por falta de infraestructura. El gobierno ha aglutinado todo tipo de fuerzas represivas para atacar a todo aquel que se manifieste en favor de la libertad y, en algunas provincias, han entrado en casas particulares sacando a la fuerza a algunos de sus habitantes para luego ejecutarlos frente a sus familiares.

Las muertes que se han ido sumando día tras día, como el conteo final de un perverso mesiánico, están regando sus calles y avenidas con un abono de sangre que dará como fruto un país libre de tiranía. Eso esperamos todos los que amamos a Nicaragua y a su gente; en mi caso particular, a tantos escritores e intelectuales que han hecho de esta tierra ―como una vez lo escribió Sergio Ramírez― «el país con más poetas por kilómetro cuadrado».

Como centroamericano exijo que termine la matanza contra el pueblo nicaragüense. Si todavía le queda un gramo de razón a sus gobernantes, que se retiren del poder con el que ―ya está más que demostrado― no pudieron. Sandinistas: escuchen el clamor del pueblo, repasen cada una de las muertes que ocasionaron y dense cuenta de que la cagaron, que ya no hay vuelta atrás. Repasen Waslala, la novela de Gioconda Belli de la que en algún momento pudieron ser protagonistas. Traten, en su pequeño y minado cerebro, de hacer memoria histórica ya que muchos de estos cientos que han muerto pudieron haber sido los mismos que murieron hace más de 40 años, cuando ustedes mismos lucharon contra la dictadura somocista. Ahora estos muertos también lo hicieron: pelearon de frente contra el autoritarismo, pero la diferencia es que ahora está materializado por ustedes en favor de otro dictador.

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1 Respuesta a "Nicaragua: país que sangra"

  1. «Y además he visto bajo el sol el lugar de la justicia donde había iniquidad, y el lugar de la rectitud donde estaba la iniquidad. Yo mismo he dicho en mi corazón: “El Dios verdadero juzgará tanto al justo como al inicuo, porque hay un tiempo para todo asunto y respecto a toda obra allá”. […] Y yo mismo regresé para poder ver todos los actos de opresión que se están haciendo bajo el sol, y, ¡mira!, las lágrimas de aquellos a quienes se oprimía, pero no tenían consolador; y de parte de sus opresores había poder, de modo que no tenían consolador. Y felicité a los muertos que ya habían muerto, más bien que a los vivos que todavía vivían. De modo que mejor que ambos es el que todavía no ha llegado a ser, que no ha visto la obra calamitosa que se está haciendo bajo el sol. […] Si ves que se oprime a la persona de escasos recursos y que con violencia se quita el juicio y la justicia en un distrito jurisdiccional, no te asombres del asunto, pues uno que es más alto que el alto está vigilando, y hay quienes están muy por encima de ellos. […] ¡Ve! Esto solo he hallado, que el Dios verdadero hizo a la humanidad recta, pero ellos mismos han buscado muchos planes. […] Todo esto he visto, y hubo un aplicar mi corazón a toda obra que se ha hecho bajo el sol, durante el tiempo que el hombre ha dominado al hombre para perjuicio suyo. Por cuanto la sentencia contra una obra mala no se ha ejecutado velozmente, por eso el corazón de los hijos de los hombres ha quedado plenamente resuelto en ellos a hacer lo malo. […] No hay hombre que tenga poder sobre el espíritu para restringir el espíritu; tampoco hay poder de control en el día de la muerte; ni hay licencia alguna en la guerra. Y la iniquidad no proveerá escape a los que se entregan a ella». (Eclesiastés 3:16, 17; 4:1-3; 5:8; 7:29; 8:8, 9, 11)

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