En esta era de la imagen y del pragmatismo digital cualquiera diría que ya no es cool devorarse 766 páginas de una novela; sin embargo, muy obediente a mí mismo y desconfiando de todo aquello que me suene a cultura fast, puedo asegurar que no cambio por nada los grandes mamotrostes literarios, siempre que sus páginas estén impregnadas de interesantes experiencias humanas y exudan organicidad a raudales.
Recién acabo de concluir la lectura de la novela El hombre que amaba a los perros, del cubano Leonardo Padura; un título que, en principio, no me pareció deslumbrante y ni siquiera atractivo. Afortunadamente no soy de los que se quedan con la primera impresión del título y, sea por curiosidad o por inútil manía literaria, comencé a adentrarme en sus páginas, cada vez con mayor interés y voracidad.
Que un libro de esa magnitud sea capaz de mantener despiertos tus sentidos en cada capítulo, en cada página, en cada renglón, ya dice mucho de la maestría de su autor. Pero más allá de que, a diferencia de muchos, lo mío siempre han sido las obras extensas, la narrativa de Padura tiene algunos elementos objetivos que afianzan su calidad literaria.
El primero y quizá el más notable de ellos es su rigor investigativo aunado al genio literario, porque escribir acerca de un hecho histórico y «soplarse» setecientas y pico de páginas sin caer en el documentalismo erudito, sino más bien manteniendo una ilación amena y ágil, pero documentada, es la mejor prueba del magisterio de un escritor.
Pero si, además de eso, la historia se construye a partir de una técnica, no digamos novedosa, pero que trasluce la esencia del escritor contemporáneo, entonces estamos hechos. No nos queda más que sentarnos y disfrutar de la multiplicidad de acontecimientos que, conforme se va desarrollando la trama, se van amarrando sin dejar un solo cabo suelto.
Las complejas historias giran en torno a tres líneas argumentales que tienen como centro el cuestionamiento del sistema comunista: la primera de ellas, la del escritor cubano que ha forjado sus fracasos a partir de la marginalidad en que el sistema lo ha arrinconado. La segunda, la de Trotsky, el personaje histórico que es desterrado y en su peregrinación como paria entre tres continentes encuentra finalmente la muerte que ha sido fríamente planificada por el exponente que personifica todos los horrores, obscenidades y degradaciones de ese sistema: Stalin. La tercera y más interesante de las historias ―que, además, aproxima al lector con más exactitud a la realidad contextual de la Europa fascista, tirana, anarquista y bolchevique de entreguerras― es la del asesino, Ramón Mercader, que entre el espionaje y la manipulación muestra a fondo cómo se tergiversó y degeneró una ideología que prometía ser la salvación del ser humano para convertirse en el monstruoso fundamentalismo que era capaz de dominar voluntades, manipular y lavar cerebros por una causa ideológica.
Más allá del rigor histórico, lo más atractivo de la novela es la profundidad de Padura para calar en el espíritu humano y mostrar toda una gama de pasiones que expresan los personajes, pero también la manera como estas pasiones se van gestando, gota a gota, con un realismo que deslumbra. En ese sentido, esta es una novela que devela microscópicamente la manera como se incuba el odio, la traición y, especialmente, la desesperanza. De hecho, todo el relato es una gran metáfora de la desesperanza de toda una generación a la que se le prometió el sueño utópico, pero que despertó aún más revolcada en su propia mierda.
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