Voy a hacer una confesión: me sé los nombres y los chismes de la familia real española, de la inglesa y un poco de la holandesa. He ido aprendiendo de las demás. Además, sé quién es Carolina de Mónaco y lo que le costó acoplarse a la aristocracia alemana cuando se casó en segundas nupcias con Ernesto de Hannover. Sé que la reina Sofía vivió en Sudáfrica en su juventud, que la bisabuela del rey Felipe, Victoria Eugenia, fue la madrina del actual monarca y volvió a España hasta muchos años después de haber salido exiliada. Ella, la nieta de la reina Victoria, se casó con Alfonso XIII, el último rey antes de la República, de quien según parece —en materia de desmanes amorosos y otras prácticas de macho latino— Juan Carlos es su digno nieto.
También sé que las alpargatas han sido los zapatos predilectos de doña Letizia en este «verano atípico», tal y como rezan las revistas de la llamada «prensa del corazón». Por si fuera poco, sé cómo se llama el novio de la nieta mayor del emérito y que Victoria Federica (la susodicha nieta) cuenta con una colección de bolsos carísimos de Coco Chanel y Louis Vuitton para arriba.
Que estos últimos días ha sido tendencia en Twitter que Felipe Froilán, «Pipe», como lo llaman sus amigos (otro de los nietos) se ha paseado por Madrid en un Audi Q3 Sportback, valorado en 80 mil euros; y que Leonor, la niña heredera al trono español, está en cuarentena por un caso de COVID-19 de una de sus compañeras a su regreso al cole tras el confinamiento.
Pero ¿cómo fue que llegué a esto? Tengo dos hipótesis. La primera es por mis búsquedas en Wikipedia para conocer más sobre la mítica madre del Duque de Edimburgo, actual consorte de la reina de Inglaterra, a quien conocí gracias a la serie de Netflix The Crown y quien me llamó la atención por rara, por andar vestida de monja y vivir en Grecia cuando ocurrió el Golpe de los Coroneles. Me gustan los personajes particulares que se salen del lugar que se espera de ellos.
La segunda hipótesis es que fue por leer en los periódicos de España las noticias sobre los pagos recibidos por Juan Carlos de Borbón, antiguo monarca español, en negocios con los Emiratos Árabes; razón por la cual su hijo, Felipe de Borbón y Grecia, actual Rey de España, renunció a su herencia.
Así, el laberíntico mundo de internet me llevó a leer sobre los borbones, la dinastía que ha reinado en España desde el siglo XVIII salvo en contadas, republicanas o dictatoriales, ocasiones. Lo que a su vez me llevó a darme cuenta de las intrincadas, antiguas y complejas relaciones que vinculan a las monarquías europeas, las actuales y las extintas. También me llevó a reconocer que aún hoy la realeza juega un papel central en las sociedades del bien llamado «Viejo Mundo», sobre todo en lo que concierne a lo que se espera de ellos y ellas: que sean ejemplares, que operen con corrección y que jueguen un papel de conciliación en el marco de sus estados nacionales. Esto mientras reciben ponderosas y nada desdeñables asignaciones económicas.
Así, poco a poco Google me fue perfilando como una persona que lee sobre monarquías (pues así funciona Google, ni para qué). En mi feed de noticias diarias me salen siempre artículos sobre tal o cual rey, princesa, herederos y bodas reales. Yo las leo. Entro en el juego de la inteligencia de los buscadores en la web que nos informan solo de lo que, al parecer, nos interesa. Yo aprovecho el experimento por curiosidad a la vez que me informo sobre los chismes reales y las tendencias de moda de las royals.
Pero sobre todo me escandalizo de comprobar cómo, en un momento de crisis como la actual y en el marco de democracias supuestamente consolidadas del «primer mundo» siguen existiendo monarquías y cómo es que pueden llegar a ser tan mediatizadas. Es que al parecer sigue siendo importante enterarse de cómo se visten, de cómo comen o de qué les interesa a estas personas llamadas royals en los medios. ¿Cuánta plata se gasta en el mundo para comunicar lo royal? Es escandaloso. El capitalismo y su relación con la monarquía se reinventan.
No niego que he aprendido y que principalmente en el mundo hay cosas que parecen importantísimas de las que poco o nada me daba cuenta. Por ejemplo, cuál será el pantalón de tendencia este otoño y cómo Letizia, o Máxima, o Kate, o Rania, o incluso Megan, lo saben. Cuál es la moda en zapatos entre las royals adolescentes y cómo imitarlas con bajo presupuesto.
Para no sentirme mal por leer estas banalidades me digo que lo hago con un sentido antropológico. No es poco cierto. Este viaje por la realeza europea lo hago desde lo que en antropología se llama «Principio de extrañamiento»: ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI existan las monarquías? ¿Qué estructuras económicas, políticas y culturales la sostienen?
No tengo una respuesta y me toca explorar lo que se ha investigado y escrito desde las Ciencias Sociales. Lo que sí tengo son preguntas y algunas certezas. ¿Cómo es eso de que las monarquías existen y cómo es eso de que la razón es simbólica y por eso tienen que ser seres ejemplares e intachables? ¿No es violento, incluso indecente y grotesco que la nobleza de Europa viva donde vive, coma lo que come y vista lo que viste? ¿Todo en nombre de la tradición, de la identidad, de la «nación»? ¿Es tan importante la «nación»?
Mi primera conclusión es que lo que me ha pasado con la monarquía refleja muy bien cómo funciona Google, los medios y las redes. Nomás nos informamos de lo que queremos enterarnos y esto aplica para todas las esferas.
Mi segunda conclusión es que talvez las monarquías subsisten porque han sabido hacer un equilibrio entre tradición y reinvención, y justamente juegan con esa contradicción para seguir ejerciendo el poder simbólico que se traduce en poder económico y político.
Mi tercera conclusión, que remite inexorablemente a mi propia experiencia, es que este aprendizaje que he tenido de los chismes, la historia, los trajes y las joyas que coleccionan las reinas, y sobre todo del papel simbólico que juega la realeza en Europa, pero también a nivel global, me ha hecho valorar muchísimo algo que yo he dado siempre por sentado: el hecho de no ser súbdita de nadie. Se siente bien no tener rey ni reina a quien pagarle lujos en nombre de la cohesión de una nación.
Lo digo a modo de celebración. Es mi modo de festejar nuestras independencias en Centroamérica. Casi doscientos años después de la redacción de esa acta en la Ciudad de Guatemala, que proponía, entre otras cosas, que el pueblo iba a ser soberano y ya no el rey, no hemos logrado ser esas soñadas naciones soberanas, independientes y mucho menos libres (lo digo con dolor). Pero hay territorio ganado: no somos súbditas ni súbditos de nadie y la ropa de verano, por dicha, la podemos usar todo el año.
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