«Hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir nunca ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa».
José Saramago
Los viajes literarios de la infancia, de la adolescencia y de las distintas épocas de la adultez rara vez se mezclan y generan las mismas sensaciones, las mismas pasiones. A menudo son amigos que solo nos encontramos una vez en la vida, en especial cuando hablamos de literatura infantil. La diversidad de libros que funcionan con cada mente en sus etapas tempranas resulta inconmensurable. Hay niños y niñas que muestran cierta precocidad literaria y se logran a aventurar en libros etiquetados para personas mayores mientras que otras mentes en ciernes se deleitarán con cuentos clásicos y propios de la literatura infantil, pero lo cierto es que no existe receta mágica para un niño más que propiciar esa libertad que permite explorar nuevos mundos, nuevos personajes, monstruos o animales inexistentes; la riqueza y el entusiasmo que genera una nueva historia es un sentimiento que se incrusta en nuestro código genético y nos acompañará por el resto de nuestras vidas (sí, en plural).
Tanto nuestras bibliotecas físicas como las que conservamos en la memoria pululan no solo de páginas, sino de recuerdos que se entretejen en una misma tela de sentimientos; por ello no resulta extraño que la gran mayoría de nosotros no volvamos a leer un libro que dejó una grata sensación por el miedo a arruinar esa imagen que percutió dentro de nosotros y la asociamos con experiencias de vida. El libro, por antonomasia, no solo representa la simbiosis, sino la transformación de dos organismos en uno nuevo.
La acción de leer es personal, nos obliga a sentir nuestra propia voz e imaginación. Nos compele a pensar, a asociar ideas y a cuestionar nuestras propias concepciones. La construcción literaria de los personajes resulta incompleta si no resuena de alguna forma con nosotros. Es a partir de este asunto tan notable que todos poseemos memorias distintas de Atticus Finch, Jean Valjean, Gregorio Samsa, Estella, Marguerite Gautier, Ahab, Jo, Pecola, Jesusa Palancares o muchos otros; y es en el reconocimiento ―de las distintas imágenes mentales que conservamos― que nos acompañamos en nuestras soledades, dejamos la lectura personal y la congraciamos con la social; y así, el acto de re-leer después de compartir ideas y experiencias convierte a un libro ya observado en uno nuevo, con nuevos puntos de vista, transformando para siempre lo íntimo en algo maduro, tocado por la naturaleza que poseemos.
Finalmente, el viaje que iniciamos desde que desciframos la lectura en esas edades tempranas del idioma se va equiparando con nuestros años de experiencia personal. Aprendemos que cada libro tiene su momento, mas no por un romanticismo místico, sino porque hemos descubierto que nuestro estado anímico se refleja en las letras que tenemos de frente. El equilibrio que se cierne en el disfrute de un libro es frágil. Acumular lecturas como si de alguna competencia se tratara o continuar leyendo movidos por un sentido de obligatoriedad resulta peligroso, y si no se aprende de esa experiencia, se corre el riesgo arruinar ese hedonismo literario que adquirimos desde que pusimos nuestros ojos a recorrer cada línea de caracteres en busca del desarrollo misterioso de una idea.
Y así vamos dilucidando que la idea detrás de un libro es más compleja que lo que se muestra al inicio, son las historias de la humanidad que cambian conforme nosotros cambiamos: son nuestras historias, y por ello, la virtud más importante que poseemos como especie quizá consista en esa herencia del conocimiento a través del lenguaje. Talvez, sin darnos cuenta, hace mucho que logramos nuestra propia forma de inmortalidad.
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¡Guau! ¡Qué bello! Sobre todo ese pasaje que dice «Acumular lecturas como si de alguna competencia se tratara…», me parece de una sensibilidad y honestidad maravillosas. La complejidad de la literatura reside exactamente en ese punto: ¿qué transforma un escrito en una obra de arte? El sólo hecho de que esté editado como un libro y sea leído por una cantidad «x» de personas? ¿O el hecho de trascender la barrera del papel, germinar en imaginación y suscitar emoción para un «otro», un «ajeno» un «extraño»? ¿Son más arte las obras más leídas? ¿O las más releídas a través de los años/décadas/siglos? ¿O es que la literatura se repite a sí misma y usa a los escritores como sus eternos esclavos?