No pocas veces me he preguntado si es posible que, sin llegar a ser eminencias de la crítica literaria como Dámaso Alonso, Lázaro Carreter, Menéndez Pidal u Ortega y Gasset, nosotros, los simples lectores/escritores, humildes juglares de las letras, podamos definir a la literatura tal y como lo es ahora, en estos segundos que corren a oscuras en Australia o al calor del sol en Valparaíso. Y es que si pudiésemos lograrlo, ¿con cuántas distintas opiniones nos toparíamos sin llegar a estar totalmente de acuerdo con todas? Mi afán no es estrictamente construir un concepto del que pueda apropiarme y así volver al inicio del círculo. Un acercamiento al origen de la ambigüedad es lo que me ocupa de momento.
En mi experiencia como bibliotecaria, librero y editora, me he topado infinidad de veces con lectores de todas las categorías: lectores de ficción histórica, de novelas eróticas, de novela negra (me incluyo en estas dos últimas), de clásicos, de poesía y un amalgamado y heterogéneo etcétera. En nuestro entorno hay tantas clases de lectores como subgéneros literarios. Sin embargo, hay lectores que sin planearlo han construido alrededor del arte literario una nubosidad que le arrebata su brillo y que ha llegado a los aparadores del mercado del libro. Me refiero a los lectores de motivación personal. En otras palabras, “literatura de autoayuda”.
No tengo nada en contra de estos lectores que, a su buena manera, se apoyan en determinado libro para proyectarse y encontrar lo que necesitan leer a razón de encontrarse en una dificultad existencial o de otra índole. ¿Cómo podría yo tener algo en contra de libros que han socorrido a los lectores para que estos logren resolver un asunto que su inexperiencia de vida u otro factor no les permite? Además esta clase de libros son recursos menos costosos de lo que serían unas interminables sesiones de terapia psicológica, en donde los pacientes se llegan a enterar de que en realidad tienen más problemas de los que tenían al momento de llegar al consultorio.
Por otro lado, como editora me satisface que las cosas sean llamadas por su nombre; por tal razón prefiero que los libros cuya finalidad es ayudar a resolver una dificultad —la mayoría de las veces emocional— sean llamados “libros de superación personal”, “motivacionales”, o como se acomoden mejor sin meter a la literatura en el mismo saco. ¿Por qué? No abordaré los orígenes etimológicos de la palabra “literatura”, pero sí diré que la literatura se escribe para un goce estético mientras que los libros de superación personal se escriben con finalidades auxiliadoras, objetivo que la literatura —a no ser por escritores de la línea de Paulo Coelho— está muy lejos de buscar.
Nadie puede afirmar que los escritores de la talla de Vargas Llosa o Marcela Serrano sean personas de economías promedio. Hay países en donde el negocio editorial es millonario y propicio al consumismo de muchos lectores como ustedes o como yo, pero hay una verdad contra la que no podemos pelear: la demanda de los libros motivacionales sobrepasa la demanda de las novelas, poemarios, antologías de cuentos, etcétera. No busco que se me califique de purista ni mucho menos, pero cuando somos lectores somos lo que leemos y parte del criterio que la lectura forma en cada uno radica en el saber diferenciar objetivamente y sin beligerancias qué es literatura y qué no lo es, sin que esto nos lleve a despreciar a ninguno de esos objetos rectangulares que tanto nos dan. El conocimiento viene en forma de libro, de refrán, de revista, de sonido o de imagen. Hay que tomarlo indiscriminadamente de donde venga, pero antes de ello, preguntarnos nosotros mismos de dónde vienen las etiquetas que colocamos a lo que leemos.
Por lo tanto, ¿qué es literatura? ¿Qué no lo es? ¿y quién decide? Esto solo lo decidimos quienes sabemos lo que necesitamos y queremos leer, logrando el equilibrio que le da justicia tanto a los libros de efecto placebo como a la literatura.
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