En la medida de lo posible evito escribir artículos que envanezcan el ego o que se conviertan en un altar al yoísmo exacerbado. Siempre he pensado que lo más saludable para mantener un mínimo sentido de imparcialidad es manejar una distancia adecuada hacia las cosas que se escriben o dejan de escribirse. Sin embargo, alguien me ha invitado a que hable un poco sobre mi proceso creativo de la novela Teresa y Agustín, que recientemente publiqué y presenté en Guatemala con Magna Terra Ediciones, y he pensado que es una excelente oportunidad para llevar a cabo un ejercicio de metacrítica en el cual, por supuesto, no todo tiene por qué ser mieles y flores.
En primera instancia debo reconocer que eso de los procesos creativos no es algo que se me dé tan fácilmente. Quizá sea porque uno de los mayores miedos que enfrento cuando realizo un trabajo es no tener la suficiente iniciativa ni originalidad para plantear ideas nuevas, por lo que resulta más cómodo apoyarse en lugares comunes desde donde te puedes sentir más seguro y estable. Es angustiante esa situación en la cual se le pide a una persona que aporte ideas nuevas y, en realidad, está tan bloqueada que es incapaz siquiera de articular una idea con otra. De esa manera los procesos creativos terminan siendo desgastantes y, en ocasiones, desembocan en experiencias traumáticas. Debo confesar que me causan envidia las personas que parecen fuentes de las que brotan ideas tras ideas y cuya fecundidad y abundancia no parecieran nunca agotarse. Lamentablemente, ese no es mi caso.
Para nadie es un secreto que soy una persona que viene del mundo de las tablas y los procesos creativos en ese ámbito siempre deben ser colectivos, por lo que el teatro también termina siendo un reto agotador. En otros ámbitos me pasa exactamente igual, de manera que, desde joven, crear ha sido uno de los retos más grandes que he tenido que sortear.
Por el contrario, en el solitario ejercicio de la escritura me va mejor. Eso no significa, por supuesto, que no tenga sus dificultades. Enfrentarse a una hoja en blanco, sea de papel o de ordenador, es también una tarea difícil y agotadora. Emprender el trabajo de meterse a una historia puede resultar mucho más complicado de lo que parece. Arrancar sin tener nada más que un esbozo puede no ser tan incentivador. Claro que ir botando esos bloqueos al ir descubriendo las aristas y los matices de la historia da una sensación de bienestar inexplicable, pero eso solo sucede en la misma práctica de la escritura y no en la eterna contemplación de la hoja en blanco, como suele ocurrir en mi caso.
No obstante, una vez arrancado, una fuerza interior va apoderándose del ser y entonces es cuando se da el milagro de la fluidez. Pero no tardan en salir de nuevo otros demonios, a veces tan difíciles de controlar. Uno de ellos es ese sentido de racionalidad que me hace volver una y otra vez a revisar las formas y que, en muchas ocasiones, termina matando ese empuje inicial. Quizá el problema sea haber introyectado tanto esa figura de editor que constantemente anda buscando la perfección.
Pero hablando más específicamente de Teresa y Agustín, algunas personas me han preguntado que de dónde surgió la idea de escribirla. La verdad es que ni yo mismo lo sé. Aunque no es muy común el tema del incesto en la literatura, había leído ya algunos libros que lo trataban y principalmente recuerdo un relato de Margarite Yourcenar cuyo nombre no recuerdo ahora, pero que me gustó a pesar de que el tema en ella apenas era sugerido y se leía más en el sustrato de su relato.
Pues bien, esta historia se comenzó a forjar hace unos quince o dieciséis años, pensando en una tarea para el curso de guion cinematográfico en la época corta que estudié cine en Casa Comal. He de decir que no fue el único que texto que aspiraba ser guion de cine y que terminé convirtiendo en relato. Al principio estuvo más bien centrado en la historia del incesto y pasaron tres o cuatro años antes de que le pudiera dar un cierre. Ya tenía listo el material para ser publicado en mi primer libro de cuentos, pero, debido a su extensión ―siempre me ha costado sintetizar y quizá por eso es que sienta una mayor inclinación hacia la narrativa y no hacia el teatro― y a la premura con que fue publicado mi primer libro, mi editor de aquel entonces me aconsejó que trabajara más el texto hasta convertirlo en una «noveleta», como él la llamó, término que en ese entonces me pareció despectivo.
De ahí comenzó una sufrida carrera en la que me mantenía a la expectativa de qué terminaría primero, si mi novela o mi carrera universitaria. Eso fue complejo porque cerré pensum primero, pero terminé mi novela antes de siquiera empezar mi tesis. Con Teresa y Agustín me pasó que lo retomaba en una ocasión y luego pasaban meses que lo dejaba. Construir historias paralelas y relacionarlas no fue tarea fácil, principalmente porque mucho del tiempo lo invertí en leer más que en escribir. Mi interés nunca fue el de escribir una novela histórica, pero por la temática que fui abordando luego me di cuenta de que no podía crear una ficción verosímil si no me dedicaba a investigar.
Y así fue como emprendí largas lecturas que consumieron el escaso poco tiempo que disponía. Los personajes vivían siempre en mi mente, pero no como muchos pueden suponer: como una especie de encarnación que me desdibujaba como actor o me sacaba de la realidad.
Creo que mi formación de actor me sirvió mucho para marcar ese distanciamiento entre el autor y los personajes. No obstante, eso no significó que no los sintiera con pasión y que hubiera un día que dejara de pensar en ellos. Sin embargo, cada vez me era mucho más difícil retomar el ejercicio de la escritura. Pasaron dos años antes de que me decidiera a escribir los últimos dos capítulos que tenía pendientes dentro de ese plan mental que ya tenía en que se iría desarrollando la trama.
Finalmente, en 2018, me propuse terminar porque si no lo hacía en ese momento estaba seguro de que no lo haría nunca y todo el esfuerzo invertido se terminaría yendo por la borda. No puedo negar que leer el texto terminado y hacer últimas correcciones antes de presentarlo a la editorial fue un trabajo muy satisfactorio, a pesar de que, como es natural, tuve muchas dudas, como aun hoy las sigo teniendo.
Ahora bien, hay gente que me ha preguntado por qué escribir una novela rural cuando ahora todo mundo escribe relatos urbanos. También me han señalado el naturalismo que a veces se respira en las páginas. Hasta hubo quien me preguntó si yo había vivido en el campo en alguna etapa de mi vida. Pues, para ser sincero, por qué el relato se ubica en el campo y no en la ciudad es algo que todavía no me termino de explicar. Solo fui escribiendo lo que me dictaban mis ideas y, simplemente, creí conveniente y natural que esta historia específica se desarrollara en la costa suroccidental de Guatemala.
Quizá sea porque las historias del campo y de pueblos, tan ricos en tradición oral, siempre me han atraído por sus posibilidades expresivas. Ciertamente que muchos pasajes de la novela tienen historias maravillosas y mágicas que más bien oí en mi infancia y por eso el lector de pronto se siente inmerso en un universo empapado de tradición oral. Es obvio que en el campo, mucho más que en la ciudad, estos relatos tienen un mejor asidero. De cualquier manera, no creo que demerite en nada el hecho de que el campo y no la ciudad sea el escenario de esta historia, principalmente si talvez en el fondo reconozco cierta actitud mía de querer escribir algo diferente a lo que hoy escriben la mayoría de narradores. Lo que sí sé es que mi propia vida termina siendo demasiado prosaica como para terminar escribiendo algo inmediato a mi experiencia cotidiana. Sin duda que el lector terminaría aburrido a la segunda página del relato.
Por eso mismo creo que la literatura también puede ser un espacio para crear nuevos mundos, realidades virtuales que no necesariamente deben reflejar la realidad inmediata del autor, aunque en el fondo lleven mucho más de él. Con todos los fallos que este trabajo pueda tener, quizá lo que más satisfecho me deja es precisamente esa versatilidad, punto que, como ya lo dije antes, es herencia de mi formación actoral. Es aburrido ir al teatro a ver al mismo actor en varios papeles. Es más rico ver diversos personajes encarnados por el mismo actor. Entonces, ese axioma, traducido a la creación narrativa, lo aplicaría así: es más rico ver a un narrador recreando diferentes historias y no la misma historia del narrador recreada en muchos relatos. De ahí que quizá el reto de crear la virtualidad de una historia sin repetirnos sea hacia nosotros mismos.
Me resta reconocer un aspecto bajo el cual trabajo cuando construyo mis relatos y que pocos lectores logran notar. Me refiero al sentido musical. La música ocupa un aspecto significativo en mi vida. Prácticamente no puedo vivir fuera de ese maravilloso mundo y siempre me acompaña en todos los momentos. Sin ser poesía, he creído descubrir que cada relato tiene un ritmo musical. Por eso a veces me he considerado un narrador de oído más que de imágenes visuales.
Descubrir el ritmo musical de la historia es una de las tareas en las que me empeño desde que ya tengo trazados los primeros esbozos. Una vez lo tenga, aunque no lo pueda explicar tangiblemente, el reto consiste en desarrollarlo a través del lenguaje de las palabras. Teresa y Agustín tiene su propio ritmo y no me refiero solo a los poemas que están inmersos en el relato —lo cuales no son más que recursos estilísticos para crear un efecto determinado—, sino a la composición musical que atraviesa todo el relato y que se podría percibir con un oído atento.
La música tiene ese poder sugerente de despertar estados anímicos, así que cualquier expresión artística que tenga un trazo musical en su construcción interna será mucho más expresiva de la que no lo tiene. En ese aspecto, creo que esa es una virtud que el artista de cualquier disciplina debería estar siempre abierto a desarrollar.
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Sucede a menudo que se empieza por el fin y se remata con la trama. Las historias suelen escribirse mucho antes en el éter, en los sueños, mientras se bebe café, cuando se vaga por la avenida… Entonces, estas se concretan en el papel y terminan por transformarse en algo más con cada lectura.