1933. El año y la ciudad donde nació mi abuela coincidieron con algunos de los sucesos alrededor del caso más famoso de la historia judicial de Nicaragua. En León, a pocas cuadras de donde la recién nacida Azucena Salinas Montoya mamaba teta y se orinaba en pañales, los tribunales juzgaban a un joven dandy de trópico y playboy extranjero de veintitantos que siempre vestía de luto. Su fama de envenenador de perros pronto pasó a ser la de envenenador de personas, particularmente de mujeres y jovencitas «bien» de la sociedad leonesa que se derretían por sus encantos (hoy todavía se conservan fotos que exponen algo inaudito para esa y cualquier otra época: una multitud de mujeres afuera del juzgado, pidiendo su absolución). Su caso aún hoy es objeto de estudio para las facultades de Derecho en algunas universidades nicaragüenses y su nombre se convirtió en leyenda para toda la ciudad y gran parte del país. Su nombre es Oliverio Castañeda Palacios.
Al igual que Oliverio Castañeda De León (o sea, el otro Oliverio Castañeda de quien escribí hace un par de semanas), el dandy supuesto envenenador también era guatemalteco. Pero más que compartir el mismo nombre y apellido y la misma nacionalidad, a ambos los unían lazos de sangre: Oliverio Castañeda Palacios —o sea, el supuesto envenenador de León— fue hermano mayor de Gustavo, padre de Oliverio Castañeda De León —o sea, el líder estudiantil y mártir asesinado por el Estado de Guatemala en 1978— y de Ricardo, padre de Aldo Castañeda, pionero reconocido mundialmente en la rama de la cardiología pediátrica.
Ahora bien, ¿qué hacía Oliverio Castañeda Palacios en 1933 en el trópico colonial de Nicaragua? ¿Qué razón tendría para envenenar allí con estricnina por lo menos a cuatro personas en poco más de un año, incluyendo la esposa guatemalteca con la que llegó a León, dos jovencitas leonesas de alcurnia y al padre de estas? ¿Fue Oliverio en realidad el autor de aquellos crímenes?
Las respuestas a estas y otras preguntas nunca han sido esclarecidas del todo, pero la ficción literaria ha hecho posible un tratamiento afortunado de los huecos que deja toda historia oficial, esto gracias a una obra maestra de su género: Castigo divino, del nicaragüense Sergio Ramírez.
Recuerdo haber visto en un documental que alguna universidad o museo de Madrid exhibe los cuatro disquetes originales que almacenan sendas partes de Castigo divino, novela negra publicada en 1988 ganadora del premio Dashiell Hammett y, para algunos, la mejor novela de Sergio Ramírez; pero sin irme de boca a estar de acuerdo con esta sentencia —pues Margarita, está linda la mar y Sara, cada una de forma y naturaleza totalmente distinta, también me resultaron estupendas—, yo diría que más o menos anda por ahí.
Y es que las casi 400 páginas de testimonios, cartas y documentos judiciales —¿reales o ficticios?— que reúne Castigo divino la convierten en la obra mejor documentada de su autor y en una de las mejores logradas. Recrea en diferentes episodios la historia de Oliverio Castañeda Palacios desde su adolescencia en Guatemala, pasando por su estadía como pensionista en Costa Rica —donde supuestamente también envenenó, mucho tiempo antes que a los cuatro que cité más arriba, a su compañero de cuarto: Rafael Ubico, sobrino de Jorge Ubico, presidente-dictador guatemalteco de aquel entonces—; además, su llegada a Nicaragua como estudiante de la Facultad de Derecho de la UNAN León y su ascenso y posicionamiento en la sociedad leonesa —y particularmente dentro de la casa de la familia Gurdián, fundadores del Grupo Promérica y de otras empresas transnacionales, donde murieron envenenados el padre y dos herederas de la familia—; hasta la culminación del juicio que definió su destino.
En Castigo divino, la historia, la leyenda y la ficción se entrelazan borrando cualquier límite entre ellas; no obstante, las vidas de Oliverio y Oliverio sí fueron reales. Ambas estuvieron marcadas por la tragedia y —según se cree, también en el caso del supuesto envenenador— en ambas metió su mano negra el Estado de Guatemala, aunque en distintos contextos. Del tío, aparte de la novela, ya se han creado hasta series de televisión; mientras que del sobrino ni siquiera un documental decente. Curiosamente uno y otro nunca llegaron a conocerse porque Castañeda De León nació 19 años después de la muerte de su tío.
Es en este punto donde no sé si remitirlos a la historia oficial, a la leyenda o la ficción. Solo puedo decirles que lean Castigo divino y que cuando puedan pregunten en la Universidad de San Carlos de Guatemala o en las calles de León, Nicaragua, quién fue Oliverio Castañeda —aunque no les respondan sobre la misma persona—; pero sobre todo, que nunca crean en todo lo que dicen los libros de historia porque nunca sabremos en realidad de qué lado está la ficción.
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