Hay países y generaciones en donde pareciera que el simple hecho de hacer arte por el arte fuera el peor de los sacrilegios. Hablo de contextos donde un artista jamás ha sido bien visto por ir a la tangente de cualquier asunto «importante» o, peor aún: por no querer ensuciar su obra con sus ideales y fantasmas.
Es entonces cuando, en el menos severo de los casos, los llaman inclasificables, apartados o desconocidos; pero a veces también los llaman apáticos, perdidos, insensibles, apátridas o vendepatrias, dejándolos fuera de cualquier corriente, generación o grupo de interés nacional. Estos artistas suelen provenir de lugares donde la coyuntura del momento pesa tanto en la conciencia colectiva que parece no haber otra forma de ver el arte que como un puñal o una bomba molotov.
Particularmente en la literatura cada vez resulta más difícil encontrar un poeta que escriba versos con la simple intención de que se escuchen bien en voz alta; o un narrador que escriba un relato con la única intención de contar una historia. Pero suponiendo que no fuera este el caso, ¿por qué todas las interpretaciones de una obra tendrían que caer necesariamente en el asunto social? Qué necedad la de los críticos de nuestro tiempo en querer encontrarle cinco patas al gato. Creen que toda invención literaria necesita una interpretación histórica, social y/o coyuntural.
Nada me parece más placentero que leer en la ignorancia y con la felicidad de quien no busca descubrir el más allá.
Hace un par de meses asistí a la presentación virtual del libro Teresa y Agustín, de Leo De Soulas, desde la Ciudad de Guatemala; evento donde los expositores (entre ellos el editor) no pudieron o no quisieron rescatar de la novela otra cosa que no fuera uno de los tantos temas de moda: machismo, indigenismo, ignorancia, pobreza, abuso sexual o «Guatemala» como tema. Prescindieron del germen de la historia y encasillaron injustamente a una novela interesante y bien contada como otra de tantas —tantas, tantas más— novelas de problemática social.
Es precisamente por presentaciones como esa que nadie lee a autores emergentes. Y si bien es cierto que no tienen toda la culpa, estoy seguro de que juegan un factor determinante para que con toda seguridad no pasen de ser una reunión social-coctel donde la mayoría llega a comprar un libro que nunca leerá.
Afortunadamente, leí el libro antes de asistir a la presentación, si no, jamás lo hubiera hecho. Y precisamente porque lo leí antes puedo opinar que esta novela de Leo de Soulas da para mucho más que analizar «en qué momento se jodió Guatemala», como se preguntaba efusivamente su editor durante la presentación. De hecho, si de algo se aleja la temática de esta obra es de todos esos trillados juicios de valor. Lo que en realidad relata es el incesto entre dos hermanos, el cual inició cuando eran niños y evolucionó con el paso del tiempo. Eso es todo. La simple y sencilla historia del incesto era suficiente como para no tener que rebuscarle otros significados.
Personalmente me hubiera gustado que más bien trataran de desenmarañar cómo el instinto de nuestra especie se interpone ante cualquier tipo de juicio moral. O, a fin de cuentas, hacer una exposición desde una perspectiva más psicológica y no social. Pero no fue así y ahora pertenezco a una hipotética minoría que afirma sin cabida a dudas que la presentación del libro Teresa y Agustín fue absolutamente contraproducente, tanto así que ojalá nadie vea la grabación en Facebook, YouTube o donde sea que esté alojada. Nada personal contra el autor o sus expositores y más bien lo deseo por el bien del libro y los lectores que merece.
Pero esta novela de De Soulas es apenas un ejemplo. Esto me hace pensar en cuántos libros no se habrán perdido en la irrelevancia, acaso sin que nos demos cuenta y sin que sus autores puedan hacer mayor cosa al respecto, por culpa de una mala o inadecuada presentación. Sobre todo en Centroamérica, región tristemente golpeada por desigualdades sociales y crisis coyunturales, y donde —a veces pareciera— nadie sabe ni quiere escribir de otra cosa.
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