Realmente no quería escribir este artículo, pero al parecer hay mucha gente estúpida impaciente que suele saltar a conclusiones cuando se trata de criticar a un artista como persona. Así que vamos a analizar esto por partes.
El final de los 2010 o nuevos diez ha traído una oleada de movimientos sociopolíticos enfocados en los derechos igualitarios, desde el #LoveWins, pasando por el #MeToo hasta el #BlackLivesMatter. Las personas comienzan a conocer el valor de la denuncia y el cuestionamiento que merecen los paradigmas de poder. Y aunque no tenemos principios unificados en estos movimientos (tema que se presta a más de algún malentendido peligroso, y tema para otro día que estemos menos sensibles), por lo menos estamos dándole volumen a los personajes periféricos de la historia.
Pero centrémonos en los artistas, los adorados y superdotados seres que ganan más prestigio y dinero que cualquier obrero menstruante, gay o afroamericano. Las personas suelen saltar en su defensa cuando comentas, por ejemplo, que Roman Polanski es un violador, que J. K. Rowling es transfóbica y Michael Jackson era un pedófilo. Arguyen que no podemos juzgar su arte por sus acciones y eso tiene sentido: hay decenas de escuelas de análisis que no requieren antecedentes penales y policiacos del autor.
Sin embargo, no dejan de ser la clase de personas que deben responder ante la ley o, al menos, ante la decencia de no herir a alguien indefenso. No entiendo por qué no exoneramos de esta manera a los personajes políticos: decenas de presidentes y monarcas contemporáneos han conservado matrimonios o máscaras de conveniencia para apelar al público que atesora los valores tradicionales. A la fecha no he encontrado a una sola persona ofendida por el donjuanismo de Picasso, pero cualquier página de noticias rosa seguramente tiene cientos de insultos solapados para Meghan Markle.
Claro, cada opinión se forma a nivel personal, pero el Internet pareciera separarnos en grupos a favor y en contra, fandoms y hatedoms para las cosas más críticas o triviales.
Resumo mi punto en una oración con dos sentidos: el arte es y siempre será una experiencia personal. Primero, es personal desde que proviene de personas (artistas) con defectos, enfermedades y depravaciones como toda la humanidad. Y aunque eso no determine la calidad de su obra, definitivamente esclarece cómo lo percibimos los demás (y la ley, en muchos casos).
Segundo, la experiencia del arte también es una decisión personal. Por eso es enteramente válido que uno decida, con base en sus principios, emociones e ideas, si quiere consumir lo que produce un artista o no. A fin de cuentas, ese consumo es una forma de validación.
Hay personas que se sienten cómodas comprando boletos, libros, mercadería y memorabilia de artistas problemáticos porque priorizan la obra. Otras personas sienten alivio catártico con repudiar o destruir sus vínculos con un artista que abiertamente contradice sus principios. Incluso están quienes prefieren descargar versiones piratas de algún disco, libro o película, para garantizar que el artista no se beneficie, pero se aprecie su trabajo por sí solo.
Todas estas experiencias son legítimas. Es inevitable que existan artistas problemáticos y el precio de la relevancia incluye ese escrutinio. Saltará en todas las discusiones y por eso los invito a recordar que algunas veces es mejor concedernos un respetuoso y callado desacuerdo.
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A menos que la intención sea repudiar al sistema, la obra de creación suele ser la expresión idealizada de la realidad y la manifestación de la clase de persona que, en el fondo, el creador desea ser. En este sentido, es el resultado de la inconformidad; el reflejo de la visión de lo mejor de nosotros mismos, como resultado de admitir (si somos suficientemente francos) que no alcanzamos la estatura que deberíamos tener.