El turno de la Bestia (II)


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2En cierta forma, las redes sociales nos permiten sentirnos como celebridades. Estamos motivados a compartir todo sobre nosotros, confiando que nuestros amigos y seguidores nos llenarán de likes y halagos por algo tan anodino como la distancia que corrimos, la foto del atardecer o qué nos tragamos para el desayuno. Cuidamos nuestra narrativa como una fantástica producción de reality show, exagerando los momentos felices o tristes, acaparando toda esa envidia o conmiseración. Todos lo hacemos. No está bien ni mal: solo es una ampliación sobre nuestra tendencia natural a buscar pertenencia. Y algunos, aparentemente, son mejores que otros en eso de pertenecer.

Es difícil definir qué hace a una persona famosa en Twitter, pero lo más claro es que este tipo de prestigio es abismalmente diferente de las figuras públicas: artistas, políticos, periodistas, etcétera. Sin los filtros coquetos de Instagram ni el optimismo tóxico de Facebook, los tuiteros deben crear contenido mayormente textual, acaso poético, cómico, sugerente, o lo suficientemente demagógico para resonar con el status quo. En Twitter —y solo en Twitter— tu opinión es lo más importante y fascinante sobre ti: podría ganarte seguidores y más atención de la que seguramente recibes en la sobremesa de la oficina. Ese halo de envidia e ilusión es la esencia del tuitstar: una persona tan ignorante y ruin como cualquiera, pero sospechosamente más importante.

En 2021 hay más tuitstars que niños felices, seguramente porque en los quince años de existencia de la aplicación se ha diversificado la fauna digital. Como cualquier persona en la red, los tuitstars expresan sus emociones, opiniones y nimiedades sin restricción, pero la recepción y atención los convierten en medios informativos, o incluso formativos, de la idiosincrasia digital.

Arriesgando mi último hilo de fe en la humanidad eché un vistazo a las cuentas más seguidas en mi país, Guatemala. Una vez excluimos las cuentas de noticieros y políticos, quedamos con un puñado de personas que llanamente se categorizan como «humoristas» (con todo el sarcasmo que esas comillas aguanten) o religiosos. Cientos de miles de usuarios —incluyendo un alto porcentaje de cuentas falsas, pero de eso hablaremos otro día— les conversan fielmente, defendiéndolos de la menor crítica y celebrándoles la menor ocurrencia como un pacto de conocimiento íntimo. La naturalidad (o la ilusión de la misma) es la clave con la que estas personas conectan con sus audiencias: tienen que sentirse próximos, en el sentido sobrenatural que te permite creerte el mejor amigo de trescientos mil desconocidos.

 Uno pensaría que en la era más democrática de la información hemos evolucionado como pensadores críticos, abiertos al diálogo y la resolución de problemas multifactoriales. Sin embargo, es escalofriante observar la influencia que estas personas, sin un ápice de conciencia o concepto de consecuencia, suelen ejercer sobre la masa. Basta una opinión dispar para que el tuitstar libere su legión de bestialidades con su grito de sorna, ofensa o puro odio. Personas que nunca en la vida te verán el rostro se ofrecerán a exiliarte, golpearte, violarte o matarte; o incluso divulgarán imágenes o información íntima que creías que estaba guardada en confianza. Todo eso y más para lisonjear a otro desconocido a cambio de un like, un retuit o el sagrado followback.

Lo más patético de este asunto es que esta influencia antojadiza es ahora una señal de credibilidad. Muchos de los locutores y comentaristas que actualmente encaran los medios locales no cuentan con la menor formación profesional, pero ¡vaya si no tienen los números mágicos para propagandear comida rápida y contratos de telefonía! ¿Vamos a confiarle la responsabilidad comunicativa a una persona cuya calificación profesional consiste en doblar videos con chistes racistas? O bien, ¿vamos a darle una plataforma a una persona que no conoce la responsabilidad de la atribución de fuentes, pero sabe tomar selfies?

La muy incómoda verdad es que esta dinámica nos aleja de la presunta autonomía del consumidor para convertirnos en productos: estáticos, convenientes y recursivos. Porque cuando la Bestia se cansa de cazar, sin duda sabe procurarse un puñado de concentrado.

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