En 1973 unos hombres caucásicos abandonaron Santiago de Chile y un estadio de futbol se volvió campo se concentración. En 1989 el precio del combustible subió y hubo protestas por toda Caracas. Un apellido sonaba entre los barrios bajos: «Chávez». Desde aquellas protestas Venezuela lo imagina. No sabe su nombre ni conoce su rostro, pero ya sueña con él.
El muro de Berlín dividía el mundo en dos, mientras que en nuestro rincón del mundo pareciera que Santiago y Caracas son dos caras de una misma moneda que se está quemando.
Un día cualquiera alguien se despertará e intentará recordar esta época de luces y sombras. Quizá los libros de historia hablen sobre el carisma sobrehumano de Chávez, de lo mal que se veía Pinochet con corbata o de cómo un indígena llego a ser presidente de Bolivia. ¿Quién sabe? Pueda que en unas décadas acabemos por idealizar este tiempo que se vive. Da risa que unos días antes de que empezaran las protestas en Chile Sebastián Piñera asegurara que su país era un «oasis» en medio del caos, que hace no muchos años varias revistas catalogaran la economía venezolana como un «milagro» o que la justicia peruana le diera un indulto humanitario a un genocida de apellido Fujimori. Pero será más chistoso cuando los meses pasen, y luego los años, y las ofensas de hoy se olviden así como se olvidaron las de ayer.
Porque nuestra memoria de corto plazo impide hacer cambios profundos en sistemas oxidados. «América es ingobernable», advertía Bolívar hace casi dos siglos.
En Nicaragua, en 1934, un hombre era asesinado. Se apellidaba Sandino. Cuatro años antes había liderado un movimiento contra la ocupación estadounidense. Él nunca llegó a saberlo, pero décadas más tarde su apellido se volvería sinónimo de una revolución fallida y eslogan de una dictadura. Lo que aquel campesino logró con treinta locos y un par de fusiles baratos sus «sucesores» lo arrojaron por la borda de un precipicio. En Nicaragua, como en Venezuela, se dieron cuenta de que tener empresas inservibles mamando de los bienes del Estado es muy buen negocio, y así, cuando a Castro le mostraron por primera vez un Rolex y a los líderes bolivarianos les presentaron las playas de Miami, Marx y Engels se fueron al carajo y al Che Guevara lo hicieron un símbolo de consumismo en gorras y camisetas mal estampadas elaboradas en maquilas bajo condiciones laborales infrahumanas que los mismos «revolucionarios» habían condenado. Claro, solo antes de que pasaran a ser de su propiedad.
Todo parecía ir bien, pero entre tanto a las grandes revoluciones les hizo falta contadores que advirtieran cuándo las cuentas públicas empezaron a salir en rojo. Porque por más grande y gloriosa que sea una revolución, nada puede hacer contra la aritmética. Hoy, de aquella América de colores, solo están quedando sus escombros.
Pasarán los años —las décadas, incluso— y se nos olvidará de dónde venimos, las tantas veces que jodimos a nuestros países en las urnas y aquellas en las que a punta de pistola intentamos escribir un destino menos convaleciente. Nos olivaremos de ello dejándonos enamorar por el carisma de algún otro charlatán y creyendo en magnas revoluciones que jamás llegarán. Jugaremos con la idea utópica que nos venden y creeremos en ellos como ya lo hicimos antes. Porque esta región se terminó de joder cuando la palabra de un político tuvo más valor que la de un niño y cuando empezamos a creer más en ellos que en nosotros mismos.
Octubre 12 de 1492: unos navíos españoles comandados por un cartógrafo italiano de apellido Colombo llegaron a las Bahamas. No tuvieron ni la menor idea del enorme error que acababan de cometer.
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