Para definir una época —parafraseo a Ortega y Gasset en alguna parte de El tema de nuestro tiempo— no basta con saber lo que se ha hecho en ella, sino también lo que no. Y para definir esta ola de revoluciones socialistas latinoamericanas del siglo XX —desde la Cubana en 1959 hasta la Bolivariana en 1998— basta con hacerlo desde lo que no son, desde lo que no pasó, lo que nunca fueron y lo que no serán jamás: movimientos que responden cabalmente a los ideales que alguna vez profesaron sus insurgentes, llámenles héroes, llámenles revoltosos o llámenles camaradas: dicen que son la misma mierda.
Para nadie es un secreto —para nadie que no sea cínico o definitivamente estúpido— que todas estas revoluciones han resultado nefastas y no se necesita ser «imperialista» o «creer en las mentiras de CNN» para darse cuenta. Mis ojos han visto vendedores de arepas venezolanas en el centro de Lima, recolectores de café en fincas de Costa Rica o músicos que amenizan con guarachas y boleros en bares de la Ciudad de México: ellos son consecuencia de todo eso que no fueron las revoluciones de sus países. Desde Frankfurt hasta Buenos Aires, desde Madrid hasta Washington, desde Tokio hasta Montreal, desde Baku hasta Panamá: en cada ciudad de este planeta es muy posible encontrar hoy un testimonio vivo de las fallidas revoluciones latinoamericanas del siglo XX.
Hoy se cumplen 40 años de la que tuvo lugar en Nicaragua. Contrario a lo que sería normal en este tipo de acontecimientos históricos, los guerrilleros sandinistas incitadores —o insurgentes, héroes, revoltosos o camaradas, ya sabemos que todos son lo mismo— nunca ganaron un combate contra la Guardia Nacional de Anastasio Somoza Debayle, presidente en aquel entonces. Léanme bien: ni un solo combate.
Lo que «derrocó» a Somoza —si fuera posible usar este verbo porque en realidad nadie lo sacó: él se fue solito con los millones de dólares de un holding de empresas familiares que funcionaban a costillas del Estado— fue, si acaso, la indiferencia de la ONU y de la comunidad internacional empezando por Estados Unidos, y un país inconforme que se le estaba desmoronando. Los sandinistas llegaron a tomar el palacio de gobierno sin ningún obstáculo.
No obstante, las calles, plazas e instituciones públicas de toda Nicaragua evocan a los «héroes» de la Revolución Sandinista. Sin ir muy lejos, en Managua, en un callejón a la vuelta de mi casa, hay una columna enana de concreto, pintada de rojinegro, con una placa que tiene grabados algunos nombres. «¿Y quiénes fueron ellos, vos los conociste?», pregunté una vez, señalando la placa. «Yo solo conocí a este maje y tremendo zángano delincuente fue el hijueputa», me respondieron.
Ningún «héroe» enaltecido por los sandinistas ganó un combate, tomó una ciudad —como sí lo hizo Augusto César Sandino en la década de 1930 en contra de la ocupación estadounidense— o siquiera un cuartel: nada. Esta penosa verdad ignorada por muchos e incomprendida por otros resulta tan macondiana como las 32 guerras civiles que promovió el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad, de las cuales sobrevivió a 73 emboscadas, 14 atentados terroristas, un envenenamiento y hasta un pelotón de fusilamiento del cual se hace referencia en la primera línea de la novela… Pero las guerras, a fin de cuentas, las perdió todas; nada menos que las 32.
Nicaragua está llena de placas, bustos y monumentos que hacen referencia a personajes como el coronel Aureliano, mitos de la historia reciente, «héroes nacionales» cuyas hazañas de por sí nunca se conocieron o nunca fueron comprobadas, pero que hoy, apenas tres o cuatro décadas después, son celebrados por un régimen que los implanta a la fuerza en la memoria colectiva, alimentando el mito en la población desde los primeros años de escuela, mostrando en libros de texto (aunque usted no lo crea) a Daniel Ortega como «filósofo» y cantando himnos a la Revolución.
Llegando a Masaya desde Managua uno se encuentra con bustos que evocan al mal famoso «Repliegue» y en el parque central de Matagalpa están levantadas dos enormes y ridículas estatuas, casi faraónicas, de Tomás Borge —torturador y chupasangre del Estado desde la Revolución hasta el fin de sus días en 2012— y Carlos Fonseca Amador. «Son generalmente los defectos, los vicios, las tonterías, las vulgaridades y las palabras que nunca dijeron lo que realza la celebridad de los grandes hombres», dice Ernesto Sabato en Uno y el Universo.
Pero a fin de cuentas, nada de esto tiene importancia: ni lo que escriba yo aquí, ni los editoriales de La Prensa o el New York Times, ni las vociferaciones escritas, cantadas o representadas por los escritores, músicos y artistas multipremiados internacionalmente que ha parido Nicaragua —que hoy se muestran públicamente en contra del régimen pero que en su momento también mamaron de la teta del sandinismo cuando llegó al poder; para fortuna de ellos, parece que eso ya nadie lo recuerda—, ni los más de 500 asesinados por la policía orteguista en el último año, y mucho menos los cientos de miles de exiliados nicaragüenses por todo el mundo desde la década de 1980 hasta la actualidad; pues a fin de cuentas el país sigue igual, ensartado en sus malditas circunstancias.
«La maldita circunstancia del agua por todas partes», reza un verso del cubano Virgilio Piñera en el poema «La isla en peso», y como el Mar Caribe que aprisiona a Cuba en la cárcel en que se convirtió a partir de 1959, cada realidad latinoamericana tiene sus propias malditas circunstancias. Las de Nicaragua, en las últimas cuatro décadas, han girado alrededor de una revolución fallida como tantas ha habido en el continente.
Lo más triste, sin embargo, es ver que nada ha cambiado: cuatro décadas después, el sandinismo y Daniel Ortega siguen allí con todo y lo que nunca fueron; la historia también sigue allí con todo y lo que tampoco fue, con sus falsos héroes, con sus sapos y lameculos (algunos arrepentidos), con sus remedios que resultaron peores que la enfermedad, con sus malditas circunstancias. Y mientras la ignorancia, la estupidez o el cinismo lo permita, en Nicaragua y en Latinoamérica se seguirá haciendo gala de los más irreverentes y macondianos mitos de nuestra era, como por ejemplo, la Revolución Sandinista del 19 de julio de 1979.
[Foto de portada: Pedro Valtierra]
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