Lo que insistimos en llamar «Latinoamérica» es la región con mayor desigualdad social del mundo. Tomemos, por ejemplo, Nicaragua, cuyo prestigio continental durante demasiado tiempo ha estado ligado al ranking de los países más pobres del hemisferio: «el segundo después de Haití», les gusta decir a quienes simplifican toda realidad.
Hay una diferencia grande, sin embargo, entre Managua, la capital, y los municipios más pobres o empobrecidos del Caribe ―a trescientos o cuatrocientos kilómetros de distancia― a donde, en muchos casos, no puede llegarse más que en una combinación vial de carretera y río o ―si lo puede quien viaja― por aire.
Y en la misma ciudad del Pacífico, sede de todos los poderes del Estado y asentada a orillas de un lago de poco más de mil kilómetros cuadrados convertido en cloaca hace más de medio siglo y ahora en franco proceso de recuperación, se evidencia que unos pocos viven bien a costa de muchos desafortunados mal nacidos: para que unos cuantos puedan tener casa en las zonas más altas, al sur de la ciudad, se ha talado gran cantidad de hectáreas antes arborizadas, provocando que en la época de lluvias (quien haya estado alguna vez en Managua entre mayo y noviembre sabrá lo que son lluvias) la zona más baja se inunde siempre, o sea, la zona cercana al lago y en su mayoría habitada por personas con ingresos muchas veces menos que moderados; sin mencionar que estos barrios literalmente bajos sufren una escasez diaria del servicio de agua potable que en los residenciales y condominios de más arriba se suele mitigar con tanques o cisternas y bombas hidráulicas particulares.
Una realidad cada año alegorizada en las calles, en agosto, cuando unos cuantos hacendados montan sus caballos de un lado de la ciudad, ofreciendo el espectáculo de su opulencia a quienes deciden participar de su hípica; mientras que del otro lado una mayoría de personas sin demasiadas posesiones materiales siguen a una pequeña imagen que representa a un santo oficialmente no reconocido como el patrono de Managua por la Iglesia Católica, pero al que la gente insiste en mantener de facto como tal.
Es un resabio de la organización social que impuso la Corona española durante varios siglos en esos territorios. Eso dicen algunos estudiosos. La desigualdad, en todo caso, es un problema estructural de la región. Y es la causa más evidente de todos los conflictos que durante su historia «independiente» le han impedido organizar formas de convivencia más armónicas, menos criminales.
Este desposeimiento por parte de los más poderosos ―una minoría, por supuesto― en contra de los menos afortunados ha sido denunciado, tomando su erradicación como bandera por parte de todo un abanico de movimientos sociales que generalmente acaban convirtiéndose en partidos políticos, adocenados comúnmente bajo ese término (¿intencionalmente?) confuso que es la «izquierda». Rodolfo Walsh, argentino, que comenzó siendo un escritor de ficción y acabó metido en el activismo político y el periodismo de denuncia, conocido por casi cualquier comunicador de la región como el fundador de una manera nueva y fresca de contar la realidad (su Operación masacre, creo, es el título clásico para el gremio), estaba completamente al tanto de estas fallas sistémicas y así lo atestigua su participación en el movimiento peronista durante las décadas de 1960 y 1970 de nuestro aún no superado siglo XX, antes de que lo asesinara la dictadura militar argentina en 1977.
Es precisamente su legado periodístico lo que recoge 451 Editores en un volumen de más de 550 páginas publicado primero en 2011 en Madrid: medio centenar de artículos escritos por Walsh desde su juventud más bien romantizada e ingenua —políticamente hablando— hasta su plena madurez truncada a los cincuenta años. El primer texto que recoge el libro, salpicado cuidadosamente por notas del editor Daniel Link con datos biográficos de Walsh que van contrapunteando su evolución periodística, data de 1953 ―cuando el autor tenía la edad de 26 años― y su tema es literario; el último, es su carta abierta a la junta militar que gobernaba el país desde el golpe a María Estela Martínez, «Isabelita», la última esposa de Juan Domingo Perón, perpetrado un año antes. Para entonces, Walsh ya se había distanciado del movimiento armado peronista Montoneros, y se oponía a la dictadura por su propia cuenta.
Y si volvemos a Nicaragua y a los países con los que comparte el istmo continental —particularmente Honduras y Guatemala, pero también El Salvador—, la biografía de Rodolfo Walsh y su trabajo literario-periodístico parecieran querer ser un eco de la realidad contemporánea. Sobre todo cuando se revisan las estadísticas de periodistas y escritores asesinados, desaparecidos o perseguidos en años recientes.
Como caso más reciente, un reportero que perdió la vida por un disparo el mes pasado en la caribeña ciudad nicaragüense de Bluefields. La afirmación anterior es mucho más que retórica. De nombre Ángel Gahona y nacido en 1976, este periodista nicaragüense cubría las protestas que iniciaron el 18 de abril en contra del Estado de Nicaragua y que generaron un proceso cuasi-insurreccional que todavía no concluye y que se ha traducido en una ola represiva estatal y en muchas otras muertes que, como la de Gahona, todavía no se esclarecen.
Y si bien este profesional de la comunicación no desempeñaba su labor en medios escritos, se ha reportado en ese mismo país gobernado desde 2007 por un antiguo guerrillero sandinista que ya había sido presidente veinte años antes, actos de intimidación, golpizas y montajes difamatorios en contra de poetas y escritores, la mayoría nacidos durante esa misma década de 1980. Tal situación no deja de evocar el título de esta antología de Rodolfo Walsh que aquí se comenta: El violento oficio de escribir.
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