El Proceso. Centroamérica y sus héroes muertos


Nora Méndez_ Perfil Casi literalEstoy escuchando un viejo cassette de Loquillo y Los Trogloditas. Entre el sonido españolete del rock aparece la canción de los héroes que ya no están. De inmediato desfilan en mi memoria los héroes de mi generación, esa a la cual pertenezco (¡hay tantas generaciones dentro de las generaciones!) y es tal cual lo cantan: todos están crucificados en su propia gloria. Los mataron con un piolet o de varios disparos antes de ducharse. Pero ¿eso es todo lo que tienen en común? ¿Por qué Rigoberta Menchú ―por ejemplo― tiene un Nobel y no ha sido asesinada? ¿Por qué a Lil Milagro no la asesinaron junto con Roque Dalton? Y si siguió viva, ¿por qué, entonces, no mató a los asesinos de su compañero? Tal como lo hiciera en 1943 Mariya Oktyabrskaya, quien vendió todas sus posesiones para comprar un tanque y unirse así al Ejército Rojo con el fin de vengar a su marido asesinado por los nazis.

«Los héroes están muertos», sigue sonando en mi aparato reproductor de sonido. Entonces aparece la sonrisa ancha de Berta Cáceres, la última líder centroamericanista. Resulta que ella comenzó su formación de heroína desde muy pequeña, allá en tierras hondureñas, donde su madre fue gobernadora de Intibucá y diputada del Congreso Nacional, además de partera de varias generaciones en su pueblo y enfermera a toda hora. Cuando centenares de campesinos salvadoreños fueron expulsados por el ejército de El Salvador y concentrados en una especie de campo de concentración hondureño en el lugar fronterizo llamado Colomoncagua, la mamá de Berta Cáceres la mandaba a ella con toda clase de víveres, medicinas, ayuda monetaria y recados. La infancia de Berta Cáceres está ligada al sufrimiento de Centroamérica. A su corta edad burló retenes y soldados, pues los refugiados eran vigilados por los ejércitos de ambos países, día y noche. Uno de sus hermanos mayores también fue guerrillero en Nicaragua, apoyando al Ejército Sandinista de Liberación Nacional. Vivió, además, en la Unión Soviética; su ejemplo dio a Berta otro horizonte, una utopía.

Cáceres no era una lenca pura, pero se asumió a sí misma como si lo fuera. Mezclando su cultura contemporánea con la ancestral, sus ideas marxistas ―quizás― con las ecologistas y de su pueblo, fue construyendo una identidad de lucha como pocas se han visto en los últimos tiempos. Junto a su pareja sentimental, con quien procreó varios hijos, también dio a luz un movimiento y un Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH). Mientras el expresidente Mel Zelaya tomaba whisky en un avión y hacía el mate de querer aterrizar en Honduras luego que ser sacado como niño hacia Costa Rica en pijamas, Berta Cáceres atravesaba los montes, ponía cercos para detener al Ejército y aparecía y desaparecía como una fantasma frente a los hombres que intentaban apresarla y frenar los apoyos para Líder, un partido político donde los líderes son hombres de gran caudal económico y jamás han arriesgado el pellejo como lo hicieran ella y aquellos muchachos asesinados en la pista de aterrizaje en Tegucigalpa. «Los héroes están muertos», siguen repitiendo Loquillo y Los Trogloditas. ¡Amén!

Farabundo Martí, otro héroe centroamericanista, fue el hijo de un hacendado salvadoreño en su natal Teotepeque. Su familia era dueña de varias hectáreas donde se cultivaba café y se tenían colonos, un sistema feudal que sigue funcionando en toda Centroamérica. Martí estudió Derecho en la Universidad de El Salvador y rompió su título en el paraninfo del pueblo, elevando un discurso contra el sistema, las academias y la oligarquía. Fue amigo de los colonos y peones de su padre, y cuando tuvo que huir, decidió hacerlo hacia la selva del Petén en Guatemala. Allí bordeó los ríos Azul y Usumacinta, se fue mezclando entre las gentes, principalmente indígenas, y trabajó con los chicleros intentando organizarles política y militarmente. Fue entonces cuando Farabundo Martí, que se había formado en las ideas marxistas y soviéticas, se enamoró de una indígena Itzá con la que procreó un hijo. Con esa herida regresó a El Salvador de forma clandestina y partió de nuevo a Nicaragua a pelear con Sandino. A Farabundo le había sucedido lo mismo que a Berta Cáceres, pero muchos años antes: los árboles, el amor y los ríos le habían cambiado la conciencia y era otro indígena que se sumó a la revuelta de 1932 con sus ropas de señorito rebelde.

La humanidad está necesitada de héroes, me digo, siempre ha sido así, pero cada vez que uno aparece es asesinado. Los héroes sin amor, me confirmo, no serían héroes. Es su proceso el amor. No nacen de la noche a la mañana, no se manifiestan a la vuelta de la esquina ni en los árboles, tampoco en las universidades o en las mansiones; son frutos sociales de larga maduración y, acaso, laberintos metafísicos por donde se cuelan. Ya lo describió de otra manera mucho más poética que yo Franz Kafka en su relato Ante la ley, donde describe la pesadilla del héroe que lucha toda su vida contra las fuerzas del orden y al morir entra en la puerta de la gloria, cosa que no buscaba, que nunca buscó, pero era lo que el destino guardaba para él en recompensa a su imposible. «Ninguna otra persona podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta entrada estaba reservada solo para ti. Ahora me voy y cierro la puerta».

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