Escuché que pintas casas (o la veracidad de la no ficción)


«Las primeras palabras que me dijo Jimmy al dirigirse a mí fueron: “Escuché que pintas casas”. La pintura es la sangre que supuestamente salpica sobre las paredes y el suelo cuando le disparas a alguien. Yo le respondí: “Y también hago trabajos de carpintería”. Esto se refiere a construir ataúdes, lo que viene a decir que uno también se deshace de los cuerpos». (pág. 24)

Frank Sheeran era un hombre alto y fuerte, capaz de noquear a un canguro de un derechazo y de matar alemanes sin pestañear. Su ascenso en la Mafia neoyorquina no fue meteórico, como suele decirse, sino metódico: se hizo amigo de la gente adecuada, sabía callarse la boca y obedecer, y mostraba respeto por los jefes.

Era un matón y un alborotador, pero su violencia no era irracional, sino un producto que vendía al mejor postor. Asesinar a Jimmy Hoffa no fue un asunto personal, sino un día más en el trabajo. Esa es la idea general de I Heard you Paint Houses, la crónica escrita por el ex investigador de homicidios y abogado Charles Brandt, que repasa la vida de El Irlandés y que Scorsese, según me cuentan, llevó acertadamente a la pantalla netflixiana.

Más allá de su valor literario —alto, por cierto—, el libro, después de una relectura, genera sospechas. El paradero de Hoffa es el gran misterio estadounidense del siglo XX y se han escrito libros muy recomendables sobre el tema (pienso en The Teamsters, de Steven Brill como un buen ejemplo). Ninguno, por lo que sé, está de acuerdo con Brandt. Es inverosímil, dicen los historiadores, que Sheeran haya tenido un rol preponderante en el asesinato de Hoffa. Le conceden al libro un hecho que Brandt se asegura de mencionar repetidas veces: Russell Bufalino era la mente maestra detrás del golpe; Hoffa hablaba demasiado, y en voz muy alta, y amenazaba con destapar datos sobre conspiraciones y homicidios de altos vuelos. (Una hipótesis muy plausible dice que la Mafia asesinó a JFK como una venganza por la persecución penal de Bobby).

En buena jerga mafiosa de película, Hoffa no les dejó más opción que matarlo. Pero ¿quién lo hizo y dónde está el cuerpo? Eso nadie lo sabe con certeza. Ni siquiera Charles Brandt.

La literatura es amoral y así debe ser juzgada. Me parece, sin embargo, que dentro de los límites de la veracidad literaria un escritor de no ficción debe ser honesto con sus lectores y declarar, en alguna parte del libro, que si bien su investigación fue concienzuda y ardua, no le es posible aseverar que su historia es verdad historiográfica. (Los editores son otra raza: para vender estamparán un sello dorado en las tapas con frases como «La historia por fin revelada», o «El misterio mejor guardado finalmente llega a su fin». No los culpo).

Un lector nunca agradecerá sentirse engañado porque la ficción y la mentira no son sinónimos. Dentro del universo literario es posible aceptar escenarios ficticios, pero no fraudes deliberados. Recuerdo la desilusión momentánea pero cruel que sentí cuando me enteré de que Viajes con Charley, aquel maravilloso travelogue de John Steinbeck, era falso: el escritor nunca visitó los lugares que narra y jamás llevó a Charley, su perro, más allá de algunos sitios veraniegos.

Admiro a Brandt por su prosa genial y a Scorsese por construir, junto a Coppola, la gran novela negra del siglo XX; pero no he visto El irlandés. No tengo la certeza de saber quién asesinó a Jimmy Hoffa y ellos tampoco.

Como obra de ficción Escuché que pintas casas estará en mi lista de las mejores crónicas que leí en 2020. Si ustedes encuentran el libro, cómprenlo porque es un texto de altos calibres, pero léanlo como eso: como una novela de no ficción o como una crónica ficticia. En esta era de verdades alternativas, la verdad historiográfica tiende a perderse en adjetivos.

¿Quién es Fernando Vérkell?

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